Digo sí

Miriam Pösz

Digo sí a todo lo que me ocurre hoy
como una oportunidad
para dar y recibir amor sin reserva.
Agradezco la capacidad perdurable de amar
que me ha venido del Corazón Sagrado del universo.
Que todo lo que ocurre hoy
abra mi corazón más y más.
Que todo lo que piense, diga, sienta y haga
exprese amor incondicional hacia mí mismo,
mis seres queridos, y todos los seres.
Que el amor sea mi propósito de vida, mi alegría,
mi destino, mi llamado,
la gracia más rica que pueda dar o recibir.
Y que pueda ser especialmente compasivo
hacia las personas que son menos consideradas,
las que son relegadas,
las que se sienten solas,
o perdidas.

David Richo

Traducción: Fabiana Fondevila

La vida que nos espera

Miriam Pösz

“Debemos estar dispuestos a soltar la vida que planeábamos, para poder recibir la vida que nos espera”, dijo el siempre lúcido Joseph Campbell.

¿Qué significa esto, para nosotr@s, en estos días?

Que nadie planificó esto, y sin embargo estamos aquí, junt@s aunque separados, viviéndolo.

Que nadie podría haberlo imaginado hace siquiera unas semanas (excepto los científicos y observadores de estos fenómenos).

Que no hay forma de resistirse a lo que está ocurriendo, y que resistirse no es solo peligros, sino poco solidario y amoroso para con los demás. La resistencia, además, siempre genera mayor sufrimiento.

¿Qué podemos hacer, en lugar de resistirnos?

Aceptar, respirar, hacer pie en los recursos internos que todos tenemos, acompañarnos un@s a otr@s de todas las maneras posibles, que no impliquen contacto ni cercanía física. Agradecer que nos tocó vivirlo en la era de las redes, los celulares y la interconectividad permanente, y hacer uso sabio de esos canales, para darnos fuerza, apoyo y buen ánimo.

Establecer y mantener un ritmo diario. El ritmo nos gobierna desde la panza de nuestras madres, y sigue ejerciendo un efecto benéfico y tranquilizador. ¿Cómo procurárnoslo? Diseñarnos una rutina que nos haga sentido: prácticas para la mañana, para la tarde, para la noche. Alternar trabajo (en casa, o donde sea) con períodos frecuentes de descanso. Intentar repetir el ciclo más o menos similar cada día (sin rigideces) para darle forma, orden y serenidad a nuestros días.

Disfrutar de las pequeñas cosas. Cocinar tranquilos, aprovechando que el tiempo es más generoso por estos días. Comer despacio y saboreando. Escuchar música, mover el cuerpo, estirarnos, agradecer que podemos hacer todo esto. Leer, subrayar, memorizar poesías. Conectar con la luz cambiante que entra por la ventana, y con las fluctuaciones de la temperatura. Si hay plantas en casa o árboles por la ventana, contemplarlos con amor, e inspirarnos en su vitalidad.

Escribir cada día cómo vamos llevando esta nueva vida, con interés y curiosidad. No solo para recordarlo (y contárselo a los nietos algún día), sino para transformar la experiencia en aprendizaje, descubrimiento y auto-descubrimiento.

Cada mañana, agradecer que tenemos un nuevo día por delante. Traiga lo que traiga ese día, estamos vivos para recibirlo, y quizás seamos un poquito más sabios por haberlo vivido.

Cada noche, agradecer que seguimos aquí, conectados con el amor que nos rodea. Enviar nuestros mejores deseos -como en la práctica de Metta- para todos aquellos que hoy tienen miedo, o angustia, o padecen la enfermedad. “Que estés bien”, pensamos en silencio. “Que tengas paz”. “Que tengas fortaleza” “Que estés sostenid@ por el amor”.

Los planes que hacemos nunca están del todo en nuestras manos, como estos días ponen en evidencia. Pero aun así, podemos elegir.

Nos deseo a todos un día de planes pequeños. Respiremos. Observemos. Movámosnos. Cuidemos a quienes están peor que nosotr@s. Y demos gracias por el privilegio de poder hacerlo.

Viaje al asombro: taller presencial

Si te gustó el libro, si te inspiró, si te dio ganas de recorrer el mapa de nueve estaciones, con sus luces y sus sombras, sus prácticas y sus descubrimientos, esta es tu oportunidad de ponerle el cuerpo!

En este taller quincenal, iremos desgranando una a una las prácticas de reconexión con la naturaleza, con los sentidos, con nuestros amados, con los ritos y ceremonias que honran nuestros pasajes, con el bosque secreto de nuestra imaginación, con las historias que nos contamos (las viejas, las nuevas y las que quieren nacer), con las zonas oscuras que buscan la luz, con la serenidad de nuestro espíritu, con la potencia de nuestro corazón.

Los encuentros serán unitarios. Podrán tomarse sueltos, aunque entre ellos se teja una rica telaraña que da cuenta del todo.

Días: dos domingos al mes, de 17 a 20, en Belgrano. El primer encuentro es el domingo 4 de agosto.

No se requiere experiencia previa de ningún tipo. Si todavía no leíste el libro, podés participar igual, e ir leyéndolo mientras explorás las prácticas en comunidad.

Para reservar tu lugar, por favor escribí a info@fabianafondevila.com. Por dudas o consultas, podés comunicarte al 156 812-4444.

Todos bienvenid@s!

Jalá, o pan trenzado judío.

Pan de masa madre
Ungüentos todo propósito
Elíxires herbales para el sueño y otras magias, y pretzels (lo que queda de ellos).

El amor después del amor - Fabiana Fondevila

El amor después del amor

El dolor de un duelo no se parece a ningún otro. Se lo suele intentar negar o disfrazar, pero la pérdida de un ser amado exige toda la atención del alma. Si se acepta ese reclamo, uno descubre que el amor no se fue con el ausente. Y que sentirlo sigue siendo, a pesar de todo, un privilegio.

Desde que mi mamá murió, el mundo está lleno de sorpresas: el sol sigue pintando el día de naranja y oro, como ayer. El viento sopla igual de caliente. Las hojas siguen desvistiendo a los árboles con esa parsimonia de otoño tardío. La lluvia, otra vez, le arranca al pasto aromas primitivos. Los autos corren, los chicos ríen, los gatos se acurrucan a dormir. Los noticieros de la noche dan cuenta del mismo país de siempre. Nada cambió, pero el mundo es otro.

El duelo es como una repentina enfermedad con síntomas desconocidos. Por momentos el dolor se traga todo el aire, encoge los hombros, arrastra los pies, apaga la mirada. Y por instantes, contra todo lo esperable, se transforma en otra cosa que en lugar de apagar, aviva; una extraña urgencia que enciende los tonos del cielo, acelera el pulso, despabila. Como si al perder lo esencial uno pudiera acceder a dimensiones insospechadas del alma. Como si de golpe se esfumara del planeta toda rutina, toda chatura, toda esterilidad. Como si el amor por la persona perdida de pronto desbordara los límites de ese nombre, ese rostro, ese cuerpo, para abarcar al universo entero.

Y entonces, uno descubre que el amor después del despojo gobierna hasta los actos más nimios: mirar la lluvia, caminar, tomar de a sorbos una taza de café. Cada uno, un pequeño homenaje. Cada uno, una ruta directa a algún recuerdo. No a los grandes recuerdos; a los pequeños detalles irrelevantes que son, que fueron, una persona. Que le encantaban las mandarinas después de la primera helada. Que amaba, más que nada, los abrazos. Que odiaba el frío, las esperas y todo lo que exigiese paciencia o quietud. Que bailaba ante la menor provocación. Que gozaba de la sinfonía de una casa llena de chicos, ese ir y venir con platos de sopa y tazas de café. Que no se aburría de mirar a sus nietos. Que aspiraba a la humildad pero le encantaba el lujo, lo rico, lo descomunal. Que huía del silencio, y arrastraba a su paso remolinos de aire.

Otras culturas saben dar espacio a este dolor único: en una tribu africana, la comunidad entera participa de cuatro días de ritos funerarios en los que la pena se corporiza en bailes, cantos y frenéticos tambores, y cualquiera que en esos días pase por la aldea se une a la ceremonia, en señal de que la vida siempre se detiene ante la muerte.

En otra tribu africana, los que han perdido a alguien cercano se pintan en el cuerpo un complejo diseño que relata quién murió, cómo y cuándo, para que cada uno que se acerque sepa en qué estado particular del alma se encuentra esa persona. Los judíos pasan la primera semana tras perder a un ser querido en el shiva, período en el que no se deja la casa ni un minuto, se tapan los espejos, se suspende toda obligación y se usa una prenda desgarrada como símbolo del corazón roto. El tiempo se dedica a recibir las visitas de los conocidos, que tienen indicado cuidar, acompañar y escuchar, sin intentar distraer. Los antiguos que dieron forma a este rito sabían que de nada sirve tratar de escapar del desgarro de esos primeros días de luto. Intuían que, si se evita, el sentimiento sólo vuelve más tarde con más fuerza y encono.

La sociedad occidental moderna, en cambio, tiende a querer ignorarlo. Intentamos volver cuanto antes a “la normalidad”, como si tal cosa existiera todavía. Y uno se esfuerza por hablar, mirar y caminar como si aún se encontrase inmerso en el mundo, y no en ese otro diálogo tan íntimo y crucial, ese diálogo mudo que tiene un inicio en el tiempo, pero no tiene un fin.

Casi todos vivimos construyendo fuertes para protegernos del dolor, muros para encerrarlo, conjuros para ahuyentarlo. Y ante una muerte cercana, el miedo se confirma: el primer impacto es demoledor. Pero al tiempo uno da cuenta de que el dolor de haber amado tanto, de seguir amando tanto aunque ya no esté con uno el objeto de ese amor, es un camino privilegiado para el alma. Porque poder seguir amando con la misma entrega ante la ausencia se parece un poco a vencer a la muerte. No. Se parece un poco a amar la vida.

Fabiana Fondevila

Publicado originalmente en la revista Viva, el 21 de abril de 2002.