La invitación

No me interesa lo que haces para ganarte la vida.
Quiero saber lo que ansías, y si te atreves a soñar con satisfacer el deseo de tu corazón.
No me interesa tu edad.
Quiero saber si te arriesgarías a parecer un tonto por amor, por tus sueños, por la aventura de estar vivo.

No me interesa cuáles planetas están en armonía con tu luna.

Quiero saber si has tocado el centro de tu pesar, si las traiciones de la vida te han abierto o si te has marchitado y cerrado por miedo al dolor futuro.
Quiero saber si puedes sentarte con el dolor, el mío o el tuyo, sin intentar esconderlo, desvanecerlo o arreglarlo.
Quiero saber si puedes estar con la alegría, la mía o la tuya,
si puedes bailar con locura y permitir que el éxtasis te llene hasta la punta de los dedos, sin advertirnos que seamos cuidadosos, que seamos realistas, o que recordemos las limitaciones de ser humano.

No me interesa si la historia que me cuentas es verdadera. Quiero saber si decepcionas a otros para serte fiel a ti mismo, si puedes soportar la acusación sin traicionar a tu propia alma. Quiero saber si puedes ser fiel y por lo tanto ser confiable.
Quiero saber si puedes ver la belleza, aun cuando no sea bella todos los días, y si puedes hacer que tu propia vida surja desde su presencia.
Quiero saber si puedes vivir con el fracaso, el tuyo o el mío, y de pie en la orilla del lago gritarle al plateado arco de la luna llena: “¡Sí!”

No me interesa saber dónde vives ni cuánto dinero tienes. Quiero saber si puedes levantarte después de una noche de dolor y desesperación, cansado y golpeado hasta los huesos y hacer lo que sea necesario para alimentar a tus hijos.
No me interesa quién eres o cómo llegaste a estar aquí.
Quiero saber si te pararás en el centro del fuego conmigo, sin huir.

No me interesa en dónde o qué o con quién has estudiado.
Quiero saber lo que te sostiene, desde tu interior, cuando todo lo demás se derrumba.
Quiero saber si puedes estar solo contigo mismo y si disfrutas de tu propia compañía en los momentos vacíos.

Oriah Mountain Dreamer
Traducción: Fabiana Fondevila

El amor después del amor - Fabiana Fondevila

El amor después del amor

El dolor de un duelo no se parece a ningún otro. Se lo suele intentar negar o disfrazar, pero la pérdida de un ser amado exige toda la atención del alma. Si se acepta ese reclamo, uno descubre que el amor no se fue con el ausente. Y que sentirlo sigue siendo, a pesar de todo, un privilegio.

Desde que mi mamá murió, el mundo está lleno de sorpresas: el sol sigue pintando el día de naranja y oro, como ayer. El viento sopla igual de caliente. Las hojas siguen desvistiendo a los árboles con esa parsimonia de otoño tardío. La lluvia, otra vez, le arranca al pasto aromas primitivos. Los autos corren, los chicos ríen, los gatos se acurrucan a dormir. Los noticieros de la noche dan cuenta del mismo país de siempre. Nada cambió, pero el mundo es otro.

El duelo es como una repentina enfermedad con síntomas desconocidos. Por momentos el dolor se traga todo el aire, encoge los hombros, arrastra los pies, apaga la mirada. Y por instantes, contra todo lo esperable, se transforma en otra cosa que en lugar de apagar, aviva; una extraña urgencia que enciende los tonos del cielo, acelera el pulso, despabila. Como si al perder lo esencial uno pudiera acceder a dimensiones insospechadas del alma. Como si de golpe se esfumara del planeta toda rutina, toda chatura, toda esterilidad. Como si el amor por la persona perdida de pronto desbordara los límites de ese nombre, ese rostro, ese cuerpo, para abarcar al universo entero.

Y entonces, uno descubre que el amor después del despojo gobierna hasta los actos más nimios: mirar la lluvia, caminar, tomar de a sorbos una taza de café. Cada uno, un pequeño homenaje. Cada uno, una ruta directa a algún recuerdo. No a los grandes recuerdos; a los pequeños detalles irrelevantes que son, que fueron, una persona. Que le encantaban las mandarinas después de la primera helada. Que amaba, más que nada, los abrazos. Que odiaba el frío, las esperas y todo lo que exigiese paciencia o quietud. Que bailaba ante la menor provocación. Que gozaba de la sinfonía de una casa llena de chicos, ese ir y venir con platos de sopa y tazas de café. Que no se aburría de mirar a sus nietos. Que aspiraba a la humildad pero le encantaba el lujo, lo rico, lo descomunal. Que huía del silencio, y arrastraba a su paso remolinos de aire.

Otras culturas saben dar espacio a este dolor único: en una tribu africana, la comunidad entera participa de cuatro días de ritos funerarios en los que la pena se corporiza en bailes, cantos y frenéticos tambores, y cualquiera que en esos días pase por la aldea se une a la ceremonia, en señal de que la vida siempre se detiene ante la muerte.

En otra tribu africana, los que han perdido a alguien cercano se pintan en el cuerpo un complejo diseño que relata quién murió, cómo y cuándo, para que cada uno que se acerque sepa en qué estado particular del alma se encuentra esa persona. Los judíos pasan la primera semana tras perder a un ser querido en el shiva, período en el que no se deja la casa ni un minuto, se tapan los espejos, se suspende toda obligación y se usa una prenda desgarrada como símbolo del corazón roto. El tiempo se dedica a recibir las visitas de los conocidos, que tienen indicado cuidar, acompañar y escuchar, sin intentar distraer. Los antiguos que dieron forma a este rito sabían que de nada sirve tratar de escapar del desgarro de esos primeros días de luto. Intuían que, si se evita, el sentimiento sólo vuelve más tarde con más fuerza y encono.

La sociedad occidental moderna, en cambio, tiende a querer ignorarlo. Intentamos volver cuanto antes a “la normalidad”, como si tal cosa existiera todavía. Y uno se esfuerza por hablar, mirar y caminar como si aún se encontrase inmerso en el mundo, y no en ese otro diálogo tan íntimo y crucial, ese diálogo mudo que tiene un inicio en el tiempo, pero no tiene un fin.

Casi todos vivimos construyendo fuertes para protegernos del dolor, muros para encerrarlo, conjuros para ahuyentarlo. Y ante una muerte cercana, el miedo se confirma: el primer impacto es demoledor. Pero al tiempo uno da cuenta de que el dolor de haber amado tanto, de seguir amando tanto aunque ya no esté con uno el objeto de ese amor, es un camino privilegiado para el alma. Porque poder seguir amando con la misma entrega ante la ausencia se parece un poco a vencer a la muerte. No. Se parece un poco a amar la vida.

Fabiana Fondevila

Publicado originalmente en la revista Viva, el 21 de abril de 2002.