Norberto Levy, discípulo del amor

                                                                                            Hace unos días se fue de este plano el querido Norberto Levy, con la misma gratitud y sencillez con la que vivió.  

Norberto fue médico psicoterapeuta, discípulo (directo o indirecto) de luminarias como Krishnamurti y Ram Dass, autor de libros indispensables, como “La sabiduría de las emociones”, creador de una disciplina (la Autoasistencia Psicológica). Y fue un rara avis: tan importante como sus logros intelectuales fue su estatura como persona: su honestidad, su integridad, su vocación de ser un verdadero discípulo del amor, de ayudar a todo quien se cruzara en su camino a vivir con menos sufrimiento, con más sentido y plenitud. 

Tuve el honor de editar sus columnas en la revista Viva, de entrevistarlo más de una vez, de tener diálogos entrañables e iluminadores. Pero creo que no llegué a decirle todo lo que significó para mí, porque ese legado se fue revelando de a poco, como una foto pincelada por el tiempo.

No me cansé de citarlo en mis clases, de nombrar sus libros, de distinguirlo como uno de los pocos “profetas en su tierra”. Con él aprendí a rescatar el valor de las emociones aflictivas, de devolverles su dignidad e importancia, de mostrarlas en su luz. Nunca simplista ni demagógico, podía reconocer los peligros de un enojo mal cursado a la vez que exaltaba la potencia de expresar valientemente un desacuerdo. Su don era honrarlo todo.

No recuerdo cuántas veces compartí esta anécdota, que alguna vez me legó: un día lo llamaron para invitarlo a dar una conferencia en el interior. Muy resuelto, respondió: “Lo consulto con mi socio, y te respondo”. El socio era él mismo, por supuesto; más concretamente, su cuerpo; el que tendría que subirse al avión, dormir en un hotel, pasar días fuera de su casa. Su ego se regocijaba de orgullo con la invitación, pero era una felicidad parcial, y por lo tanto, insuficiente. 

No conocí a nadie que hiciera tanto por lograr un ecosistema interior pacífico y justo, y transmitir este imperativo categórico a los demás.

Graciela Figueroa, su discípula y sucesora, tuvo la generosidad de confiarme cómo fueron sus últimos días. Con su anuencia, les comparto el tesoro: “Su energía fue mermando en las últimas semanas. Él siempre íntegro y dispuesto a lo que fuera que siguiera en el viaje. Su certeza en que la esencia de la vida es el amor, su confianza en que no es otra cosa la que nos ha creado, estuvo presente en todo momento. ‘Si puedo estar en condiciones de seguir con mi misión, está bien quedarme’, dijo. “Si no es así, estará bien partir’.”

En una entrevista, le preguntaron una vez qué entendía por “conciencia transpersonal”. Norberto eligió citar no a un místico ni a un filósofo, sino a un trovador: Atahualpa Yupanqui. En otra nota, en otros tiempos, el juglar se refirió así al anonimato de las coplas: “La vida premia al verdadero artista con el anonimato, porque si bien nadie recordará su nombre, ninguna tumba encerrará su canto”.

Todos recordaremos tu nombre, Norberto. No habrá tumba que encierre tu canto.

Pájaro rojo, Miriam Pösz

El asombro no tiene fin

Miriam Pösz
Miriam Pösz

Años antes de que la práctica de Mindfulness copara titulares con su invitación a saborear el momento, Mary Oliver –la poeta estadounidense fallecida la semana pasada, a los 83 años- ya decía cosas como: “La atención es el comienzo de la devoción”, “Prestar atención es nuestro trabajo apropiado y sin fin”. Y también: “Esta es la cosa primera, más sabia y más salvaje que conozco: el alma existe, y está hecha enteramente de atención”.

No lo decía
desde el púlpito. Lo decía desde el bosque en el que vivía (en Provincetown,
Massachussetts) mientras esperaba una hora más, inmóvil entre los árboles y el
musgo, la aparición de aquel ciervo que un día, tras otra ofrenda similar de
tiempo y paciencia, se acercó a frotarle su cara en la mano. En verdad eran dos
y, según cuenta, uno le habría dicho al otro: “Ella está bien / veamos quién es
/ y por qué está sentada // en la tierra de ese modo / tan silenciosa, / como
si durmiera, o soñara / pero, en cualquier caso, inofensiva.”

Lo decía
mientras saludaba al sol, cada mañana, deleitándose con la fidelidad de su
presencia. Así, por ejemplo: “Hola, sol en mi cara. / Hola, tú que hiciste la
mañana, / y la esparciste sobre los campos, / y en las caras de los tulipanes,
/ y en las campanas violetas, / de la enredadera que sacuden sus cabezas. // Y
en las ventanas, incluso, de los afligidos y los malhumorados.”

Para quienes
la leímos con fruición, su nombre es sinónimo de atención y de otras palabras
fundantes: salvaje, misterio, asombro, pavura, devoción, gracia, gratitud. Todas
cobraban vida en sus poemas sencillos, llenos de buenas preguntas, que vivían
en el cruce de caminos entre naturaleza y espiritualidad.

mary oliver
Mary Oliver, en una foto reciente.

Desde Whitman
y Thoreau, nadie había logrado hacerle decir tanto a los pastos y los cielos,
ni había podido sumergirnos con tanta sutileza en la experiencia encarnada de
lo sagrado. Pocos supieron provocarnos con tanta altura, arrojando
interpelaciones como: “¿Estás respirando solo un poquito, y llamándolo vida?”, “¿Y
vos, también, entendiste al fin para qué existe la belleza / y cambiaste tu
vida?”, y “Esta es la gran pregunta, la que el mundo te arroja cada mañana.
‘Aquí estás, vivo. ¿Te gustaría comentar?’”

Mary Oliver
era una rara avis. Distinguida con un Premio Pulitzer y un National Book Award,
era a la vez vista con recelo por parte de la crítica por ser una especie de
rock star de la poesía. Sus libros eran recibidos como novelas de Harry Potter,
sus frases celebérrimas –¿y tú, qué
piensas hacer con tu vida preciosa, salvaje, única?”-
eran tweetiadas e
instagramiadas, sus lecturas eran siempre a sala llena y, lo más extraño de
todo, para una ermitaña que le escapaba a las entrevistas, la gente la adoraba.

Algunos de
sus poemas, como el tan citado Gansos
salvajes
, han salvado vidas con su exhortación a compartir nuestro dolor, a
permitir que “el animal suave de tu cuerpo ame lo que ama”, a recuperar nuestro
lugar “en la familia de las cosas”. Otros, como el más desconocido Rezar, abrieron las puertas de la oración
hasta a los ateos: “No tiene por qué ser / un lirio azul, pueden ser / unos
yuyos en el baldío / o unas piedras pequeñas, solo / presta atención, luego / Junta
unas palabras y no intentes / que sean elaboradas, esto no es / un concurso,
sino un umbral / a la gratitud, y un silencio en el / cual otra voz pueda
hablar.”

Algunos
veían en Mary a una poeta bucólica, ciega a la oscuridad del mundo. Esas
personas no la leyeron con atención. No había rasgo de ingenuidad en sus
descripciones del mundo natural, que incluían escenas como la agonía de un pez
que ella misma pescó. Tras separar su carne de sus huesos y comerlo, concluye:
“Ahora el mar está en mí: yo soy el pez / el pez destella en mí; nos elevamos / enmarañados /
destinados a caer / de vuelta al mar. / Del dolor, y el dolor, y más dolor,
alimentamos esta trama febril, somos alimentados por el misterio”.

Otros la
imaginaban una artista becada o acaudalada, ya que podía darse el lujo de pasar
sus días divagando de sol a sol. La respuesta, dicha por ella misma, es que
muchas veces deambulaba en busca de yuyos, hongos, peces y almejas para
alimentarse, ya que por años ella y su mujer, la fotógrafa Molly Malone Cook,
fueron demasiado pobres para comprar comida.  

Nada en la
vida de Mary fue fácil ni liviano. Tuvo una infancia cruel: padre abusivo,
madre desaprensiva. Su respuesta fue vivir escabulléndose al bosque de su Ohio
natal, a perderse entre las páginas de Wordsworth, Keats, Shelley, Emerson y su
alma mater Whitman; solo ella y las ramas, ella y las imágenes de las páginas
que se derramaban sobre la tierra. “Me construí un mundo de palabras”, diría en
una entrevista.

A los 17
visitó la casa de la poeta (también galardonada con el Pulitzer) Edna St.
Vincent Millay, en Austerlitz, Nueva York. Ahí se hizo amiga de Norma, la
hermana de la poeta, y terminó dedicando siete años a organizar los papeles de la
artista. Fue en una posterior visita a Austerlitz, en 1950, que conoció a
Molly. Se enamoraron a primera vista, según cuenta, aunque la fotógrafa (varios
años mayor) fingió indiferencia tras sus gafas oscuras. Pasarían juntas las siguientes
cuatro décadas, en una cabaña perdida en la península de Cape Cod. Cook sería
su agente literaria y la destinataria de sus dedicatorias, hasta el día de su muerte.
 

Mujer del
bosque

La aldea de
Provincetown se encuentra al final del signo de pregunta que es Cape Cod (Cabo
Cod), en el noreste de Estados Unidos. Reducto de artistas, bohemios y una pujante
comunidad gay, el pueblito de 3 mil y pico de habitantes atrae a los turistas por
sus playas, su arquitectura encantadora y sus galerías de arte. Pero esa no es
la Provincetown que cautivó a Mary. Su reducto personal fue la reserva natural
lindante, llamada Province Lands: 1.400 hectáreas pobladas de lagos, lagunas y
la más variada vida silvestre. Ahí caminaba Mary cada mañana, libreta cosida a
mano embutida en el bolsillo, deteniéndose cada vez que una palabra o una frase
asomaba en su imaginación. Así lo cuenta en “Cómo voy al bosque”:

Casi siempre voy al bosque sola, sin
un solo amigo, porque ellos son sonreidores y habladores y, por lo tanto, no
son aptos.

Realmente no quiero ser vista
hablando con los pájaros gatogris o abrazando al viejo roble negro. Yo tengo mi
forma de rezar, como sin duda vos tenés la tuya.

Además, cuando estoy sola puedo
volverme invisible. Puedo sentarme sobre una duna tan inmóvil como un manojo de
yuyos, hasta que los zorros corren a mi lado, despreocupados. Puedo escuchar
los sonidos casi inaudibles de las rosas que cantan.

Si alguna vez fuiste al bosque
conmigo, debo quererte mucho.

Los títulos
de su veintena de libros señalan claramente la fuente de sus apegos y lealtades:
Cisne, Viento oeste, Pino blanco, Mil
mañanas, Pasturas azules, Pájaro rojo
(publicado en español), La hoja y la nube, Río arriba, Doce lunas,
Lechuzas y otras fantasías
.

Aunque su
amor por el mundo nunca mermó, desde la muerte de Molly en 2005, empezaron a
imponerse otros tópicos. Sed, uno de
sus obras medulares, es homenaje, duelo y aceptación de la ausencia de su
amada, a la vez que un reencuentro con la fe que no pudo albergar en la Iglesia
de su infancia. “El amor por la tierra y el amor por ti están teniendo una
conversación tan larga en mi corazón”, confiesa.

De ahí en
más, la muerte se vuelve una compañera de ruta. En 2012 escribe “El cuarto
signo del Zodíaco”, en alusión a la enfermedad que la visitó ese año por
primera vez. “¿Cómo será / luego de ese último día?” – se pregunta- “¿Flotaré /
hacia el cielo / o me refregaré / dentro de la tierra o un río – / recordando
nada? / Qué desesperada estaría / si no pudiera recordar / al sol que asciende,
si no pudiera / recordar a los árboles, los ríos; si no pudiera recordar /
siquiera, amada / tu amado nombre”.

En “Cuando
llegue la muerte”, pide “atravesar el umbral llena de curiosidad, / preguntándome:
/ ¿qué aspecto tendrá esta morada oscura?” Y declara: “Cuando todo acabe quiero
decir: / Fui una novia casada con el asombro. / Fui el novio, alzando el mundo
en sus brazos”.

Por fin, en “En
el Bosque Aguasnegras” entrega una hoja de ruta para los que quedamos de este
lado del desgarro.

“Para vivir en este mundo

debes poder
hacer

tres cosas:

amar lo que es mortal

abrazarlo

contra tus
huesos sabiendo

que tu
propia vida depende de ello;

y, cuando
llegue el momento de dejarlo ir,

dejarlo ir.”

Hoy nos toca
a nosotros, a quienes la amamos con devoción, como se ama a un pariente lejano cuya
herencia corre insólitamente por nuestras venas, atravesar ese umbral. ¿Cómo
cumplir con tan dura cita?

Como buenos discípulos diremos gracias, diremos adiós, diremos buen viaje, querida. Y mañana, al llegar el alba, saludaremos al sol, que también la recuerda.

Fabiana Fondevila

Traducciones citadas, de la autora.

mary oliver

Gracias por el asombro

¿Cómo escribir de alguien que representó, para mí y para tantos, un conducto a la felicidad tan seguro como el cielo, el aire o los mil y un pájaros que salían de su pluma? ¿Cómo hacerle honor, con palabras, a quien fue la artesana de tantas imágenes perfectas, pulidas como piedras de río? ¿Cómo contarles, a quienes no conocieron a la inusitada Mary Oliver, la conjunción imposible de maravillas que vivían en su poesía?

Hoy no puedo, ya podré. El corazón necesita reposar en su recámara, dejar que las aguas agitadas por la pena se calmen, que la mente haga las paces con la orfandad flamante, que la vida continúe sin ella. Hoy no puedo, ya podré.

En su lugar, comparto (abajo) un perfil que escribí hace muchos años, en otro tiempo y espacio, intentando rendir tributo al regalo que era ella, su música, su mirada, su amor salvaje por el mundo.

Quienes saben de mi amor por ella muchas veces me preguntaron por qué no procuraba entrevistarla (no daba entrevistas, salvo milagros), ser su traductora, acercarme de una u otra manera. Lo cierto es que nunca me hizo falta. Me colmaba saberla ahí, atravesando el bosque a solas, con la libreta pequeña embutida en el bolsillo, enmudeciendo por horas a la espera de aquel ciervo, conversando con las ranas del estanque, cambiando cualquier galardón por un atisbo más de ese zorro gris.

Hoy no hay palabras, no hay citas, no hay poesía. Solo esta inmensa gratitud que me abre el pecho al medio y me roba el aliento. Ella y sus lunas, sus zorros, su alma abismal.