¿Cómo escribir de alguien que representó, para mí y para tantos, un conducto a la felicidad tan seguro como el cielo, el aire o los mil y un pájaros que salían de su pluma? ¿Cómo hacerle honor, con palabras, a quien fue la artesana de tantas imágenes perfectas, pulidas como piedras de río? ¿Cómo contarles, a quienes no conocieron a la inusitada Mary Oliver, la conjunción imposible de maravillas que vivían en su poesía?
Hoy no puedo, ya podré. El corazón necesita reposar en su recámara, dejar que las aguas agitadas por la pena se calmen, que la mente haga las paces con la orfandad flamante, que la vida continúe sin ella. Hoy no puedo, ya podré.
En su lugar, comparto (abajo) un perfil que escribí hace muchos años, en otro tiempo y espacio, intentando rendir tributo al regalo que era ella, su música, su mirada, su amor salvaje por el mundo.
Quienes saben de mi amor por ella muchas veces me preguntaron por qué no procuraba entrevistarla (no daba entrevistas, salvo milagros), ser su traductora, acercarme de una u otra manera. Lo cierto es que nunca me hizo falta. Me colmaba saberla ahí, atravesando el bosque a solas, con la libreta pequeña embutida en el bolsillo, enmudeciendo por horas a la espera de aquel ciervo, conversando con las ranas del estanque, cambiando cualquier galardón por un atisbo más de ese zorro gris.
Hoy no hay palabras, no hay citas, no hay poesía. Solo esta inmensa gratitud que me abre el pecho al medio y me roba el aliento. Ella y sus lunas, sus zorros, su alma abismal.