
“El mayor regalo que podemos hacer es estar absolutamente presentes. Y cuando nos preocupamos por si estamos esperanzados o desesperanzados, si somos pesimistas u optimistas, ¿qué importa? Lo que importa es estar aquí a pleno, encontrar cada vez más capacidad para amar a este mundo, porque no se sanará sin eso.”
Esto escribió Joanna Macy, activista, visionaria, maestra, pensadora sistémica, poeta de la ecología profunda, quien hoy se prepara para despedirse del mundo que tanto amó, y por el que tanto luchó.
Cuando me enteré, ayer, de que Joanna había entrado a un hospicio, en el que vive sus últimos días rodeada de sus amados, sentí un burbujeo de emociones: tristeza, sorpresa (de esa parte de uno que no concibe poder perder a las personas esenciales), gratitud en cada célula. Y, como correlato de esa gratitud, el deseo de homenajearla.
Me pregunté si era válido hacerlo cuando ella sigue aún entre nosotros. La respuesta vino como una intuición, ajena a todo protocolo: la gratitud vive fuera del tiempo. Nunca es demasiado tarde, ni temprano, para decirnos, unos a otros, lo mucho que nos importamos.
¿Quién fue, quién es, el alma enorme que conocemos como Joanna Macy?
Arraigada en el pensamiento sistémico, el budismo y un profundo amor por las criaturas del mundo, Joanna dedicó su vida a ayudarnos a mirar la crisis ecológica a la cara, sin máscaras ni tapujos, sin anestesia y sin desesperanza. Su brújula era otra: la esperanza activa.
“La esperanza activa no es una ilusión. La esperanza activa no es esperar a ser rescatado por algún salvador. Esperanza activa es despertar a la belleza de la vida, en cuyo nombre podemos actuar. Pertenecemos a este mundo. La red de la vida nos llama. Hemos recorrido un largo camino y estamos aquí para desempeñar nuestro papel.”
Por si alguien imaginara que el trabajo sería fácil, ella aclaraba los requisitos: “Una disposición a descubrir el tamaño y la fuerza de nuestro corazón, nuestra rapidez mental, nuestra firmeza de propósito, nuestra propia autoridad, nuestro amor por la vida, la vivacidad de nuestra curiosidad, el insospechado pozo profundo de paciencia y diligencia, la agudeza de nuestros sentidos y nuestra capacidad de liderazgo. Nada de esto puede descubrirse en un sillón o sin riesgo.”
Su marco fundamental -el Trabajo que Reconecta- proporcionó a generaciones de activistas, profesores y lectores una estructura para atravesar el dolor, el miedo y el entumecimiento, y volver a la gratitud, el coraje y la acción. A través de rituales, círculos y prácticas comunitarias, nos mostró que nuestro dolor por el mundo no es una patología, sino una prueba de nuestra pertenencia radical.
Su mayor aspiración: “El Gran Giro” (The Great Turning), término que acuñó para nombrar al momento decisivo que vivimos como humanidad, en el que urge pasar de una sociedad industrial de crecimiento ilimitado —que destruye ecosistemas y comunidades— hacia una civilización que sostiene y regenera la vida.
Este giro no es un acontecimiento, sino una transición viva hecha de incontables actos: la defensa de la Tierra, la creación de nuevas formas de producción y de cuidado, el compromiso con la justicia y la compasión; y sobre todo, la conciencia de que somos parte de la red viva de la Tierra.
En su libro “El Mundo como Amante, el Mundo como Yo”, Joanna cuestiona la distinción que solemos trazar entre lo personal (el trabajo psicológico o espiritual) y lo político (el trabajo en y por el mundo), y la decisión que a veces tomamos de postergar uno por otro.
En sus palabras: “En mi experiencia, el propio mundo tiene un papel que desempeñar en nuestra liberación. Sus propias presiones, penas y riesgos pueden despertarnos, liberarnos de las ataduras del ego y guiarnos a casa, a nuestra vasta y verdadera naturaleza. Para algunos de nosotros, nuestro amor por el mundo es tan apasionado que no podemos pedirle que espere hasta que estemos iluminados.”
Ese amor imbuía cada palabra que escribía, cada rito que oficiaba. Pero quizás su mayor regalo fue la otra cara de esa moneda de oro: la capacidad para alquimizar el dolor (personal y colectivo) para convertirlo en sentido, conexión, acción. Solía señalar que, de no poder acceder a nuestro dolor, es probable que tampoco podríamos acceder al coraje necesario para actuar, porque todo llamado a la acción sería recibido desde la incertidumbre, el terror, y hasta el cinismo.
Joanna vivió en esa inusual intersección: académica y luchadora; pensadora y extática de la naturaleza. “Estar viva en este universo hermoso y autoorganizado -participar en la danza de la vida con sentidos que la perciben, pulmones que la respiran, órganos que se nutren de ella- es una maravilla indescriptible”, decía.
Le gustaba reconocer las herencias vivas a las que les debemos nuestra vida. “Gran parte del oxígeno que respiramos procede de plantas que murieron hace mucho tiempo. Podemos dar las gracias a estos antepasados de nuestro follaje actual”, decía, “pero no podemos devolvérselo. Podemos, sin embargo, dar hacia adelante.”
Hoy Joanna se apresta para convertirse en ancestra, tan dadora de vida como esos árboles que partieron, y nos dejaron su aliento. Pero esto es más cierto aún: su corazón frondoso se esforzó por convertirnos en buenos ancestros del mundo que vendrá. Démosle las gracias aceptando, con honra, la misión. Sembremos vida con cada paso.
Fabiana Fondevila
Foto: Adam Shemper
