Adiós, verano, adiós

Equinoccio de otoño 2022

“Los grillos sintieron que era su deber advertir a todo el mundo que el verano no puede durar para siempre. Incluso en los días más lindos del año -los días en que el verano se transforma en otoño- los grillos difunden el rumor de la tristeza y el cambio.”

(…) “El verano terminó”, repetían los grillos. “¿Cuántas noches hasta la primera helada?” cantaban. “¡Adiós, verano, adiós, adiós!”
La telaraña de Carlota, E.B. White,

Quizás percibiste también el fervor con el que “cantan” los grillos por estos días, y no necesitaste el calendario, o el cambio de temperatura, para enterarte de que se aproximaba el otoño. 

¿Por qué acrecientan los grillos su famoso cri cri en esta época del año? Por estos días, los grillos se esmeran en “estridular” (éste el término técnico), frotando sus alas entre sí, como un violinista desliza las crines del arco sobre las cuerdas, por un buen propósito. Es su última chance de aparearse antes de que llegue el invierno, y aquel que produce el “canto” más resonante gana a la hembra. 

Aun sin saber acerca de estos últimos cartuchos reproductivos, muchos sentimos un dejo de nostalgia al escucharlos, puntuando la tarde o el anochecer. Todas las estaciones nos hablan del cambio y la transición, pero el otoño probablemente sea el vocero más agudo.

Si el invierno invita a la introspección, la primavera al renacimiento, el verano a la celebración, el otoño es una clase maestra en el arte  -y la necesidad vital- de soltar. Lo ilustran los árboles con cada hoja que entregan; los animales, con sus aprestos para tiempos de escasez. Lo recuerdan los días más cortos, las noches más largas; la lenta retirada de la luz. 

Todo cambio nos conecta con la pérdida, a la vez que con la oportunidad del renacer. En estos tiempos difíciles, en los que el mundo se estremece nuevamente por una avanzada de humanos contra humanos, podemos mirar a la naturaleza, y recordar que la oscuridad es solo una parte del cuento, que nada -ni siquiera eso- está hecho para durar. Que las fuerzas que alimentan la vida son infinitamente más fuertes que las que la socavan.

Para quienes vivimos en el hemisferio sur, es hora de poner a hervir agua, hora de cosechar menta y romero para el té, de desempolvar los abrigos y sacar las agujas del placard (pronto se necesitarán mantas en muchos rincones).

Y, también, de preguntarnos qué necesitamos soltar, cada uno, para hacer lugar a lo nuevo. Quizás sea la queja, la pasividad, el desánimo, la autocrítica, la intolerancia. Podemos recurrir al antiguo poder del ritual, y entregar la intención, cifrada en algún símbolo al agua, al aire, a la tierra, al fuego.

O, mejor aún, abonar con un gesto concreto el camino de lo nuevo.

Que podamos soltar con entrega, sin guardarnos nada.

Que los herman@s del norte puedan recibir de brazos abiertos la eclosión que viene. 

Que, como los grillos y los pájaros, entremos en la noche cantando. 

F.F.

La inteligencia incomprendida de las emociones

Miriam Pösz


Ardí de pasión. Morí de tristeza. Enloquecí de furia. Me doblegó el miedo.
Las emociones son nuestras compañeras más cotidianas: enhebran, definen y pintan con múltiples tonos el paisaje de nuestros días. Pero como transparentan las expresiones que abren, le tememos a su influjo, imaginándolas como llamaradas incontrolables que nos esclavizan y nos roban de nuestra capacidad de responder libre y racionalmente.
Las emociones son expresiones de nuestra vitalidad esencial; respuestas auténticas y orgánicas al modo en que el mundo interno y externo nos afecta.No es de sorprender. Por siglos, la filosofía y la psicología han tendido a asociar las pasiones con «bajos impulsos», apetitos y reacciones irracionales y poco dignas de la civilización que supimos procurarnos. Esta actitud de desdén nos lleva a desoír lo que sentimos, particularmente cuando se trata de emociones aflictivas -mal llamadas «negativas»- como el miedo, el enojo, la culpa, la tristeza, la frustración, el agobio, la vergüenza, los celos, la envidia. Cada una de estas emociones tiene un mensaje que aportarnos, una información valiosa acerca de qué anhelamos, qué nos importa, qué necesitamos de los demás, qué reglas son importantes para nosotros, qué pérdidas nos duelen, qué afectos queremos preservar.
En la introducción a su magnífica obra La sabiduría de las emociones, el psiquiatra argentino Norberto Levy señala: «Del mismo modo que las luces del tablero de mandos del automóvil se encienden e indican que ha subido la temperatura o queda poco combustible, cada emoción es una luz de tonalidad específica que se enciende e indica que existe un problema a resolver».
Como las emociones aflictivas nos causan sufrimiento y nos producen rechazo, hacemos cualquier cosa por ignorar esas señales, distraernos de ellas y «superarlas» rápidamente. Intentamos poner fin por decreto a nuestra tristeza, por ejemplo, y en su lugar quedamos atrapados en una vaga sensación de desánimo que nos separa del mundo y nos anestesia. Reprimimos nuestro enojo, y su energía contenida nos lleva a hacer o decir cosas que luego lamentamos.
Otras emociones -como los celos y la envidia- sufren además un fuerte repudio social. En lugar de entenderlas -en la clara definición de Levy- como el miedo de perder a un ser amado por causa de un tercero, o el recordatorio doloroso de una carencia, respectivamente, las sentimos como la encarnación del mal en nuestro seno, y las negamos. Como consecuencia, estas emociones pasan a estar «en sombra» -alejadas de nuestra conciencia-, y en lugar de sentirlas las actuamos (por ejemplo, agrediendo sin quererlo) o las proyectamos (viéndolas en otros, en vez de en nosotros mismos). Todas estas emociones pueden tener una versión patológica y distorsionada, por supuesto. Pero, en esencia, son mensajes que podemos y necesitamos atender.

Expresiones de vitalidad
La psicología no se ha puesto de acuerdo respecto de qué son las emociones y qué función cumplen. Tras examinar la gran variedad de teorías contrapuestas, el psicólogo junguiano James Hillman llegó a esta conclusión: «Hasta el momento, las emociones siguen siendo un problema con solución inefable». Pero siguiendo al terapeuta John Welwood, autor de Psicología del despertar y otras maravillas, podríamos pensarlas como expresiones de nuestra vitalidad esencial; respuestas auténticas y orgánicas al modo en que el mundo interno y externo nos afecta.
Por su propia naturaleza, las emociones son intensas y efímeras: duran en promedio unos 90 segundos. Los sentimientos, en cambio, son la huella que dejan en nosotros las emociones tras pasar por la conciencia, y son más duraderos y atenuados.
Si les damos nuestra atención, las emociones tienden a drenar por sí mismas. A veces mutan en otra emoción subyacente. Por ejemplo, el enojo puede dar lugar al miedo (o viceversa), la envidia a la tristeza, la culpa al dolor. Y también es habitual que, una vez expresadas, hasta las emociones más difíciles den lugar a una profunda sensación de alivio, y hasta de liviandad y alegría.

Cómo abordar las emociones difíciles
Abordarlas para no quedar presas de ellas, y para ayudarlas a develar sus mensajes:
– Utilizar la respiración para centrarnos, calmar el cuerpo y observar la emoción tal como se presenta. Una respiración lenta y abdominal es ideal porque aquieta al sistema simpático y disminuye la agitación.
– Explorar dónde se presenta la emoción en el cuerpo, como propone la práctica de Mindfulness. Intentar discriminar cómo la sentimos: si es una opresión, una pulsación, una contracción en alguna parte. Si tenemos miedo a que una emoción nos desborde, podemos explorarla en compañía de un familiar o un amigo, que nos pueda escuchar amorosamente y sin juicio. La vergüenza, en particular, se alivia con este íntimo compartir.
– Escribir sobre lo que sentimos, dibujarlo o expresarlo con cualquier otro medio a nuestro alcance. Aun si no tenemos habilidad para el dibujo, los colores son un buen conducto para contactar con las emociones y darles cauce.
– Bailar, caminar, correr o recurrir a alguna otra práctica que nos ayude a contactar con el cuerpo, como el yoga. Las emociones se manifiestan en el cuerpo, y es ahí donde podemos ir a su encuentro.
– Tomar las acciones necesarias. Si la emoción pide una acción, dar paso a ella una vez que la emoción drenó: poner el límite que el enojo nos pide, pedir las disculpas que la culpa requiere, tomar las medidas de protección que el miedo (razonable) nos sugiere.
– Etiquetar la emoción. Describir la emoción difícil que uno está sintiendo en una o dos palabras ayuda a aliviarla, porque interpone un mínimo de distancia entre lo que sentimos y nosotros, y nos ayuda a des-identificarnos con ella. La meditación viene enseñando esta práctica desde hace milenios, hoy la neurociencia confirma su utilidad.
Lo cierto es que, en última instancia, todas las emociones buscan -aun por medios impropios- retornar al océano de amor que es nuestra naturaleza esencial. Hay emociones que son tributarias directas de ese océano, como el asombro, la gratitud, la compasión y la alegría (a explorar en breve), pero hasta las más perturbadas de nuestras expresiones guardan el mismo secreto anhelo: ser recibidas en nuestros corazones, y transformadas.
En su poema «La casa de huéspedes», el místico Jalaluddin Rumi (Persia, siglo XIII), retrata a las emociones como visitantes que acuden a nuestra puerta cada día, y propone, sin más: “Trata a cada huésped con honor”. Así concluye el poeta su llamado, que es pura alquimia: “Sé agradecido con quien quiera que venga / Porque cada uno ha sido enviado / Como un guía del más allá.”

Fabiana Fondevila

Publicado originalmente como columna en el diario La Nación.