“Si vienes, por ejemplo, a las cuatro de la tarde, empezaré a ser feliz desde las tres.” Esto dice el Principito al zorro, en la fábula eterna de Saint-Exupéry. Así me siento yo respecto de la primavera. Hoy celebramos su comienzo oficial, pero en lo que a mí respecta, vengo festejando desde hace más o menos un mes, cuando sentí en el aire todavía frío ese primer atisbo de jazmín. Me tomó de sorpresa, como siempre, y expulsó de mí en un instante todo pensamiento que no fuera de liso y llano júbilo.
Me da un poco de pudor escribir acerca de lo mucho que amo la primavera, porque es como admitir que uno ama al sol, a los gatitos bebés, a los regalos con moño: la respuesta que se forma en el acto es: ¿quién no? Pero el hecho de que sea un lugar común no le quita a mi amor un ápice de intensidad. Llega esta época del año -no, llega la anticipación de esta época, cuando todavía no hay un mísero brote a la vista- y se empieza a dibujar en mi alma el esbozo de una sonrisa.
Como muchos, supongo, alguna vez he fantaseado con vivir en uno de esos privilegiados rincones del planeta que no saben de chalecos ni de bufandas: vivir en solero perenne, liviana, de cara al sol. Pero quién quiere perderse la fiesta de la cita anual con los pimpollos y el verde recién nacido.
Debo decir que esta devoción tiene raíces profundas. Los griegos de la Antigüedad asociaban celebraban la primavera de la mano de Dionisos, dios de la fertilidad, el vino, la locura ritual, el éxtasis, en una fiesta en la que degustaban el vino ya madurado de la cosecha previa. Los romanos la honraban con la fiesta de Floralia, en tributo a Flora, la diosa de los jardines, que representaba la renovación del ciclo de la vida. La Europa medieval transformó estos antiguos festivales agrícolas en la fiesta de May Day, en la que trenzaban coronas florales y coronaban al rey y la reina de mayo, además de danzar en torno de un “árbol ritual”, que era en realidad un tronco con guirnaldas.
Hoy festejamos con ritos más sencillos, pero quizás no menos sentidos. En algún lugar de nuestra psiquis que aún conecta con lo instintivo, sabemos que entramos en la época de las concreciones: de tomar esa clase de canto o de baile que hace tanto nos llama, de escribir el primer capítulo de la novela, de hablar con esa persona que nos intimida, de dar pasos cortos pero seguros en dirección de los sueños que se gestaron lentamente al amparo de la tierra.
Si nos animamos a salir al mundo, una cosa es segura: no estaremos solos. Así como los pájaros que tejen sus nidos (o los estrenan), como las ramas que abren sus puños al sol, como la hiedra en el muro, como el musguito en la piedra, es hora de ser la epifanía que esperamos, es hora de reverdecer. Con o sin miedo, con o sin dudas, con viento a favor o con lluvia en contra, ¡brotemos, ya!