Muchas veces, cuando venía a visitarme, mi abuelo me traía un regalo. Nunca eran el tipo de regalos que traían otros, muñecas o libros o peluches. Mis muñecas y peluches hace rato que desaparecieron, pero muchos de los regalos de mi abuelo aún están conmigo.
Una vez me trajo una tacita de papel. Estaba llena de tierra. No me dejaban jugar con tierra. Desilusionada, se lo dije. Sonrió amorosamente. Se dio vuelta, tomó la tetera de mi juego de té y me llevó a la cocina, donde la llenó con agua. Nuevamente en mi cuarto, puso la tacita en la ventana y me dio la tetera. “Si prometes echar un poco de agua en la tacita todos los días, algo puede ocurrir,” me dijo.
Tenía cuatro años, y mi cuarto estaba en el sexto piso de un edificio de Manhattan. Nada de esto tenía sentido para mí. Lo miré, dudosa. Afirmó con la cabeza, a modo de aliento. “Todos los días, Neshumele.” (N. del T.: Neshumele significa “almita” en idish)
Prometí que lo haría. Al principio, curiosa por ver qué pasaría, no me costó nada cumplir. Pero a medida que pasaban los días y nada cambiaba, se volvió más y más difícil acordarme de echar agua en la taza. Después de una semana, le pregunté a mi abuelo si ya era hora de parar. Sacudiendo la cabeza, repitió: “Todos los días, Neshumele”.
La segunda semana fue todavía más difícil, y me enojé por haber prometido echar agua en la taza. Cuando vino mi abuelo otra vez, quise devolvérsela, pero se rehusó a tomarla, diciendo simplemente: “Todos los días, Neshumele.”
Para la tercera semana, empecé a olvidarme de echar agua a la taza. Muchas veces me acordaba cuando ya estaba en la cama y tenía que levantarme y hacerlo en la oscuridad. Pero no me saltee un solo día. Y una mañana, aparecieron dos hojitas verdes que no habían estado ahí la noche anterior.
Estaba completamente asombrada. Día
tras día se fueron volvieron más grandes. No veía el momento de contarle a mi
abuelo, segura de que él se asombraría tanto como yo. Pero, por supuesto, no
fue así. Con cuidado me explicó que la vida está en todas partes, escondida en
los lugares más comunes e insospechados. Yo estaba feliz. “¿Y todo lo que
necesita es agua, abuelo?” Acarició dulcemente mi cabeza y dijo: “No,
Neshumele. Todo lo que necesita es tu fidelidad”
Esta fue, quizás, mi primera lección sobre el poder del servicio, pero no la
comprendí de ese modo en ese momento. Mi abuelo no hubiese usado estas palabras.
Hubiese dicho que todos debemos acordarnos de bendecir la vida que nos rodea, y
la vida que nos habita. Hubiese dicho que, cuando nos acordamos, podemos
bendecir la vida, y podemos reparar el mundo.
Rachel Naomi Remen
De “My grandfather’s blessings. Stories of Strength, Refuge and Belonging” (Riverhead Books)
Traducción: Fabiana Fondevila