El desafío de la humildad

¿A quién no le pasa? ¿Y a quién no le cuesta? Creemos que entendemos algo, que lo entendemos en serio, de arriba hasta abajo y de atrás para adelante, que no hay nada más que decir al respecto, que eso que pensamos, simplemente, es. Podría ocurrir que, en ese momento de dichosa comprensión, alguien venga a sugerir, o incluso a echarnos en cara, que la verdad, para él o para ella, es nada más ni nada menos que exactamente lo contrario.

¿Qué hacer? ¿Escuchar su posición y la considerarla, aunque sea por un instante? ¿Ver en qué lugar es posible que su postura y la nuestra se encuentren, aun cediendo algo de precioso territorio? No. Lo que hacemos, la mayor parte del tiempo, y más cuando aquello que se cuestiona es, para nosotros, incuestionable, es cerrar filas detrás de nuestro pensamiento y erigir fortalezas de espinas contra el infractor.

Curiosamente, suele pasar que cuando más avanzamos en nuestros conocimientos, más nos encerramos en ellos. El principiante está abierto a todo. El experto está cada vez más encaramado en sus saberes y deja cada vez menos resquicios abiertos a la duda. Visto de otra manera, tiene ya poco espacio para aprender. Pero ocurre que, con la maduración intelectual, emocional y espiritual, el conocedor, eventualmente, deviene en sabio. Y el sabio, al fin, recuerda que no sabe nada.

Es un no saber relativo, claro. En verdad sabe un montón de cosas, pero por sobre todas ellas sobrevuela esa cualidad única que nos conecta con la tierra y sus habitantes más pequeños: la humildad. El saberse uno entre tantos, ni por encima, ni por debajo, tan acertados como nuestra próxima equivocación, tan inmortal como la lombriz y la mariposa, tan incólume como la tierra que no para de mutar. No casualmente viene de ahí la palabra humilde –de humus, tierra- y ahí, en ese sólido territorio, es donde somos verdaderamente grandes.

Por estos días, en la Argentina se erigen fortalezas. En cada una hay argumentos, convicciones, ideales. Como en toda fortaleza hay, también, poca visibilidad y síntomas de encierro. En esas condiciones, es muy posible que los ideales terminen por oscurecer más de lo que iluminan.

Para nadie es fácil abrir esas ventanas, porque detrás de ellas hay tesoros que defendemos. Pero el corazón tiene otros designios, y tarde o temprano nos pide que abramos las puertas hasta a lo más desafiante, porque solo así nos transformamos mutuamente y hacemos, de un laberinto de muros, una comunidad.

Mientras tanto, en las calles de Buenos Aires los tilos se aprestan a florecer. Cuando abran esos capullos -piadosos como la luna en aquel verso borgeano-, a nadie negarán su perfume. ¿Dejaremos que nos recuerden esa verdad antigua, tan cierta hoy como en el principio: cuan bella e inexorablemente nos pertenecemos?

Fabiana Fondevila

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