Difícil aceptar que este mundo, pródigo en asombros y alegrías, albergue también lluvias de fuego, chicos vueltos huérfanos por aviones anónimos, gente que halla el fin en una noche de teatro. Difícil entender que los seres humanos, proclives a crear sinfonías, lagos de los cisnes y Mona Lisas, sean capaces, también, de actos tan ruines.
Pero esta es la verdad y de nada sirve negarlo. Como a Mafalda alguna vez, hoy a todos nos duele el mundo. Nos duele, sobre todo, que no haya extraterrestres ni fuerzas cósmicas a quienes culpar, que por mucho que cueste admitirlo, quienes perpetraron las masacres, desde todos los bandos, son personas como nosotros.
Si intentamos comprender los motivos de la barbarie, podemos perdernos en los laberintos de la historia. La geopolítica es compleja y la de Oriente Medio lo es por encima de todas. Una historia poblada de infinidad de actores, antagonismos raciales y religiosos, hambre de poder, codicia, intereses mezquinos que se disfrazan de humanitarios, iras y rencores. Siglos, milenios de violencia ininterrumpida. Y no es, ni por lejos, el único rincón del planeta en sufrir estos desgarros.
Quiero recordarme este estado de cosas cuando me siento tentada a alegrarme del despertar de la consciencia en el planeta, de ser cada vez más las personas que practicamos la compasión y el altruismo, que meditamos y procuramos ser la mejor versión de nosotros mismos, que enarbolamos ideas progresistas. Todo esto es vital y es necesario, pero no podemos descansar en estos logros hasta que el respeto por las diferencias haya alcanzado masa crítica, hasta que nuestras humanas sombras estén cercadas por fortalezas de luz, hasta que por cada voz que predique el odio haya tres que proclamen el amor.
Si alguna vez imaginamos que la espiritualidad –entendida ampliamente como la reverencia por la vida- podía seguir su propio camino, desentendiéndose por completo de los aconteceres del planeta, hoy sabemos que no es así. Por un lado, porque de hacerlo, pronto no quedará planeta donde ejercerla. Y por otro, porque cuando el horror pisa fuerte, permanecer al margen equivale a una suerte de complicidad. “Todo lo que hace falta para que el mal triunfe es que las buenas personas no hagan nada”, dijo el filósofo Edmund Burke hace casi cien años. Hoy es tan cierto como entonces.
¿Qué hacer? Ejercer la paz en nuestra propia vida. No solo en el almohadón de meditar, sino en la calle, tras el volante, en la oficina. Enseñarla con el ejemplo a nuestros hijos. Pero igual de importante es estar listos para levantar nuestras voces contra la intolerancia y el odio cada vez que estos asomen cabeza, sea cerca o lejos de casa. Usar todos los medios a nuestro alcance para decir basta a la violencia de cualquier bando o bandera, basta a los atropellos, basta a la obscena indiferencia.
Es tanto lo que hemos logrado. Exploramos los confines del universo. Descubrimos microcosmos. Desterramos enfermedades. Conquistamos derechos. Creamos obras de inaudita belleza. Soñamos inmensidades y las alcanzamos.
¿Podremos lograr, al fin, nuestro anhelo más antiguo? ¿Podremos vivir como hermanos?
Fabiana Fondevila