Después del éxtasis

¿Qué ocurre cuando el monje Zen deja el monasterio, el maestro iluminado baja de la montaña, el iniciado cambia el silencio del retiro por el bullicio de la oficina? ¿Cuánto dura la claridad, la transparencia de propósito, el éxtasis del descubrimiento, cuando lo que la vida propone es tan banal y mundano como la cola del supermercado?

En su libro “After the ecstasy, the laundry” (Después del éxtasis, la ropa sucia), el intrépido maestro budista Jack Kornfield se anima a enfrentar esta delicada y crucial problemática. Con honestidad y valentía le pone palabras a una experiencia conocida por los devotos y practicantes de todas las religiones, pero casi nunca pronunciada en voz alta: la dificultad de reintegrarse a la vida de civil una vez degustada la miel del despertar espiritual. ¿Cómo traducir los descubrimientos sutiles para que puedan informar el día a día? ¿Cómo pasar de la embriagadora libertad de lo incondicionado a las ataduras inevitables de familia, trabajo y sociedad?

“La iluminación existe”, asegura Kornfield. “La libertad y la alegría incondicional, la unión con lo divino… estas experiencias son más comunes de lo que uno pensaría, y no se encuentran lejos.” Sin embargo, no habilitan a una existencia perfecta, libre de enfermedad y contingencias, a seguro de accidentes y tropiezos. Y, lo que es más importante: por su propia naturaleza, las experiencias de iluminación no duran; muestran, revelan, a veces, incluso, transforman, pero como todo en esta vida, pasan. “No hay tal cosa como una jubilación iluminada”, dice el maestro de meditación, fundador del Spirit Rock Meditation Centre en California, con su habitual humor. “No es así como ocurre en esta vida”.

La iluminación no es ni debe ser entendida como una protección contra las realidades de la vida. De hecho, como narra el autor en el capítulo sobre las vicisitudes del cuerpo, sabios como Ramana Maharshi, Karmapa y Suzuki Roshi murieron de cáncer a pesar de haber logrado un estado de comunión con lo divino. Esto revela una verdad profunda: el despertar debe hallarse tanto en la enfermedad como en la salud, en el dolor como en el gozo, en el cuerpo humano tal como es para cada uno.

En esta obra monumental, Kornfield entrevista a decenas de místicos y practicantes cristianos, judíos, musulmanes, budistas, sufíes. En todos encuentra historias similares. Va una de ejemplo: Un practicante Zen alcanza la iluminación en un sesshin (retiro de meditación), durante el cual las grandes verdades de la vida se le revelan en una explosión de júbilo, paz y gozosa quietud que dura varios días. La mayoría de las historias de iluminación se detendrían en este paso, dejando la sensación de que “el iluminado” pasaría el resto de su vida suspendido en una suerte de paraíso terrenal. Kornfield va un paso más allá, y cuenta lo que sigue: “Unos meses después de ese éxtasis llegó una depresión, de la mano de unas traiciones importantes en el trabajo. Tenía problemas también con mis hijos y mi familia. Mi tarea como maestro iba bien, daba conferencias que inspiraban a todos, pero si hablabas con mi esposa, te hubiera dicho que a medida que pasaba el tiempo me volvía tan impaciente y gruñón como antes. Sabía que esa gran visión espiritual era la verdad, y que estaba ahí por debajo de todo, pero también me daba cuenta de que un montón de cosas no habían cambiado en absoluto. Para ser honesto, mi mente y mi personalidad eran básicamente las mismas, y mis neurosis también. Quizás habían empeorado incluso, porque ahora las veía más claramente. Así era la cosa: había tenido estas revelaciones cósmicas y aun así necesitaba terapia para poder lidiar con los escollos de cada día y las lecciones de vivir una vida humana.”

La dificultad de encontrar una expresión sabia para la visión espiritual en la vida cotidiana no se limita a las tradiciones orientales. Cuenta Kornfield la historia de una madre superiora, abadesa de un convento centenario de Maine, Estados Unidos. La religiosa había crecido en el silencio del claustro desde los 17 años. En 960, el Papa Juan Pablo XXIII estableció la reforma que llevó la misa del latín al inglés y levantó el silencio exigido a las órdenes monásticas. Esto fue muy difícil para las mujeres que habían permanecido en sagrado silencio por décadas, dedicando sus días a la oración y la contemplación. No sabían cómo hablarse unas a otras. Cuando lo hacían surgían, como de la nada, toda clase de conflictos. Junto con su amor emergían juicios encubiertos, resentimientos acumulados por años, miserias y temores que el silencio y la oración habían mantenido tapados. Sin haber recibido entrenamiento en lo que los budistas llaman “la palabra recta”, se vieron obligadas de golpe a dar voz a su espiritualidad y a sus vínculos. Muchas huyeron del convento. Dice Kornfield: “Le llevó años a esta comunidad poder hallar la misma gracia en la palabra humana que habían encontrado en el silencio”. Pero, está claro, la vida espiritual necesita de ambos: no alcanza con vivir el despertar internamente; tenemos que poder integrar la vivencia con el mundo exterior para vivir la visión a pleno.

Kornfield comparte que, en privado, maestros de meditación de todas las tradiciones admiten sufrir de las mismas aflicciones que todos: enfermedades, peleas familiares, hijos adolescentes que se deprimen o amenazan con el suicidio. Uno de ellos cuenta que, al querer prohibirle a su hijo adolescente salir hasta la madrugada, el joven lo enfrentó al grito de: “¡Sos un maestro Zen, y mirá lo aferrado que sos!”

Entre aquellos maestros que no admiten ningún tipo de debilidad ni sombra, las cosas son aún peores, señala el autor: por causa de su autoengaño, sus comunidades suelen ser las más destructivas y proclives a las luchas de poder.

Abundan las historias de gurúes que, por negar el cuerpo, sus impulsos mundanos y su sexualidad, terminan abusando de sus seguidoras y generando terribles traumas y confusión en sus comunidades.

Muchos maestros orientales se enteran de sus propias falencias al ser llevados a enseñar a América o Europa. Dice Pir Vilayat Khan, líder de la Orden Sufí en Occidente: “De tantos grandes maestros que he conocido en India y en Asia, si fuera uno a traerlos a Estados Unidos, si les diera una casa, dos autos, una esposa, tres chicos, un trabajo, un seguro de vida e impuestos… a todos se les haría difícil.”

La marca de los más sabios es que admiten su humanidad sin reparos. Abades como el padre Thomas Keating, del Monasterio Snowmass, y Norman Fischer, del Centro Zen de San Francisco, usan a menudo expresiones como “No sé” y “Estoy aprendiendo”.

Tenzin Gyatso, el XIV Dalai Lama, quizás sea el mayor ejemplo de esta sencillez; en cada oportunidad que tiene declara que él es apenas un monje y no el gran dignatario por el que todos lo tienen. En numerosas ocasiones ha reconocido sus errores y mostrado arrepentimiento. En un pasaje del libro, Kornfield relata cómo, tras escuchar el relato de unas monjas budistas acerca de lo doloroso que había sido para ellas sentirse excluidas de los monasterios, obligadas a practicar en la periferia, muchas veces sin enseñanzas, alimento ni apoyo, el Dalai Lama se tomó la cabeza entre las manos, y lloró. Acto seguido se comprometió a revisar el lugar otorgado a las mujeres en su tradición.

Pero Kornfield no ofrece una visión pesimista de los frutos del trabajo espiritual. Una y otra vez señala que hay tesoros a descubrir en la apertura del corazón y la exploración de nuestras profundidades. Lo dicen con elocuencia testimonios como éste, de un maestro de meditación:

“En muchas formas la transformación espiritual de las últimas décadas ha resultado diferente de lo que había imaginado. Sigo siendo la misma persona peculiar que siempre fui, con el mismo estilo y la misma forma de ser. Visto desde afuera, no soy la persona iluminada y alucinante que esperaba ser. Pero hay una gran transformación en mi interior. Años de trabajar con mis sentimientos, mis patrones familiares y mi ira han suavizado la manera en que lo contengo todo. En el esfuerzo por conocer y aceptar mi vida en profundidad, ésta se ha transformado y mi amor ha crecido. Si mi vida era como un garage lleno de cosas en el que vivía golpeándome con los muebles y juzgándome, ahora es como si me hubiera mudado a un hangar de puertas abiertas. Estoy rodeado por las mismas cosas viejas pero ya no me limitan como antes. Soy el mismo, y sin embargo, ahora estoy libre de moverme, hasta de volar.”

Al practicante que imagina al despertar como el pináculo de un camino inalcanzable, Kornfield lo invita a indagar en los rincones más próximos de su vida: las emociones difíciles, las necesidades del cuerpo, las manías y las obsesiones, los vínculos, las dificultades. A uno y a todos prescribe abrazar “la perfección ordinaria”: aceptar amorosamente la verdad de lo que uno es. “¿Te acercas a las rosas pensando que serían perfectas si no tuvieran espinas?”, pregunta. “Nuestra misión espiritual no es lograr la perfección, sino despertar a la perfección que nos rodea”, contesta.

Esta obra invalorable por su profundad y su candor concluye con una cita de Walt Whitman, tan bien elegida que cabe revelarla en esta síntesis.

“En cuanto a mí, no conozco más que milagros.”

Fabiana Fondevila

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