Las calles se sienten distintas hoy. No solo por lo vacías y silenciosas. No por las colas interminables de personas guardando distancia, ni por los barbijos omnipresentes, que hacen que los escenarios más cotidianos parezcan un hospital de campaña.
No. Lo que se siente distinto es lo que ocurre entre nosotros. O, mejor dicho, lo que no ocurre. Seamos vecinos, conocidos, o simples transeúntes, las interacciones hoy son rápidas, esquivas, temerosas, como si el mero hecho de intercambiar una mirada nos sumiera a todos en zona de riesgo. ¿Qué autor de ciencia ficción podría haber creado una premisa más aterradora? El enemigo no bajó de una nave espacial ni llegó desde el futuro: el enemigo somos todos. O, para ser exactos: el enemigo es el otro.
Las interacciones sociales en la gran ciudad ya eran limitadas antes de la pandemia. Solo nos conectábamos verdaderamente con los conocidos: la cajera, el diariero, la librera, los integrantes del elenco estable de nuestras vidas. Pero siempre estaba la posibilidad de encuentros fortuitos: dejar pasar a la mamá con el bebé en brazos y hacerle morisquetas a la criatura; compartir un mate y comentarios del tiempo con el vecino; saludar desde la vereda de enfrente al viejito de la esquina, quien, aunque no la tenga fácil, nunca se olvida de preguntar por los chicos.
Hoy nuestros vínculos transcurren mayormente de cara a las pantallas. Es una bendición tenerlas, y que nos permitan entrar en las casas de quienes amamos. Pero el círculo que trazan esas pantallas es circunscripto: no entra nadie a quien no hayamos invitado.
Al salir a la calle, brilla por su ausencia la humilde alegría de encontrarnos con otros, en el espacio público, y sentir algún resabio de pertenencia. “Tenemos tan poco unos de otros, ahora” -dice Danusha Lameris, en el poema “Pequeñas bondades”, escrito pre-pandemia-. “Tan poco de fogata y tribu”.
No entreguemos sin pelear la mucha o poca fogata que nos queda, la mucha o poca tribu. No permitamos que avance esta otra enfermedad, tanto más insidiosa que el virus, que disemina soledad, anonimato, despersonalización, no lugar, enajenamiento.
El peligro de la hora acabará. Pero, ¿quiénes seremos, cuando eso ocurra, si en el camino perdimos el don de espejarnos con la mirada, albergarnos con la sonrisa, declararnos al pasar nuestra filiación infinita y vital. ¿Qué nos sostendrá, entonces?
Mañana, cuando nos crucemos por la calle, en la ruta de las compras, buscaré tu mirada. Sonreiré por debajo del barbijo, pero también por encima, porque la verdadera sonrisa es la que achina los ojos, templa el corazón y ensancha el alma. Ojalá nos encontremos.