En estos días de dolor y pasmo, puede surgirnos la tentación de buscar refugio. Cambiar de canal, mirar para otro lado, pensar que estamos lejos, y que, de todos modos, ¿qué podríamos hacer? Querer huir de la angustia es humano; más humano es elegir abrazarla, y evitar el atajo fácil del cinismo.
No es fácil vivir en un mundo en el que pueden suceder atrocidades como las que vimos en estos días. Pero el riesgo de desentenderse, o ceder a la desesperanza, es demasiado grande.
Hace unos años entrevisté a la mediadora y activista por la paz Scilla Elworthy, fundadora del Oxford Research Group, una ONG que creó en 1982 para desarrollar un diálogo entre los responsables de forjar políticas de armas nucleares en el mundo, y sus críticos, por el que fue nominada tres veces para el Nobel de la Paz.
El diálogo me impactó, porque Scilla señala sin bemoles la importancia del “factor humano” en conflictos antiguos, en apariencia irresolubles. Sobre todo, el poder escuchar las emociones y necesidades detrás de las posturas y reclamos del otro, y que el otro pueda escuchar los propios. Encontrarse cara a cara, con disposición a escuchar, requiere un gran coraje, y un compromiso decidido con nuestra común humanidad.
Me habló de activistas como la paquistaní Gulalai Ismail, quien junto con otros jóvenes corajudos, a través de la organización “Youth Peace Ambassadors”, logró desarmar a casi 200 jóvenes “hombres bomba”, buscándolos en sus pueblos y conversando con ellos, abiertos a comprender.
Scilla subrayó el rol de las mujeres en las negociaciones de paz: “Las mujeres consultan a las víctimas de la guerra -los huérfanos adolescentes, las madres de desaparecidos, las viudas hambrientas en hogares destruidos- para poner sobre la mesa sus preocupaciones, que de otro modo pasarían desapercibidas. Hacen hincapié en las necesidades de las personas por encima de los puntos en disputa; insisten en que se preste atención a la rehabilitación de los heridos, a las víctimas de estrés post-traumático, al cuidado de los huérfanos de guerra, al entierro de los muertos. Por eso, implicar a las mujeres en negociaciones de paz reduce la probabilidad de que resurja el conflicto, e invita a la población en su conjunto a participar.”
Tristemente, hoy estamos lejos de pensar en negociaciones o acuerdos de paz. Vivimos en los brazos del desgarro: duelamos las vidas atrozmente cercenadas; contenemos el aliento por los rehenes y lo que estarán viviendo; tememos por el sufrimiento que crecerá como un cáncer con la escalada que viene.
¿Por qué, entonces, hablar de las mujeres y su impulso protector?
Porque esa lealtad nueva, que emergió a la luz del vínculo materno-filial, entre antepasados tan remotos que ni nombre tenían, ha sido y es un faro de la humanidad.
El faro de la compasión no le pertenece a un género, a un pueblo, a una clase u otra de personas. No conoce de causas ni enemistades: todos los niños son sus niños; todos los ancianos, sus ancianos; todas las vidas, sus vidas.
Los crímenes perpetrados, y los que vendrán, vulneran ese principio fundacional y nos sacuden hasta la médula. Pero no pueden destruirlo; no si suficientes personas nos agrupamos en torno de su fuego, le hacemos de escudo, lo defendemos.
Quiera que esa fidelidad sin banderas ampare, ilumine y devuelva el mando a la sabiduría honda del corazón. Que en estos días devastados podamos decir, con la poeta Adrienne Rich:
“Mi corazón se conmueve
por todo lo que no puedo salvar:
tanto ha sido destruido.
Tengo que echar mi suerte con aquellos
que, era tras era, tenazmente,
sin poder extraordinario,
reconstituyen el mundo.”
Fabiana Fondevila