El aire de noviembre es una invitación abierta. Primero los jacarandás y su fulgor violeta; después la fiesta blanca de los jazmines; tras caer el sol, las damas de la noche endulzando la penumbra; y ahora, cual regalo tardío, los tilos. No importa que sepamos que están, que ya vienen, que en cualquier momento estallan sus racimos en flor: caminar por Buenos Aires perfumada de tilo siempre es una sorpresa.
Como la banda sonora en las películas, la tonalidad del aire por estos días tiñe todo lo que acontece. Por momentos uno olvida y hace su vida como si no existieran, como si no importaran. Pero ellos no se olvidan de nosotros, su influjo sutil pinta nuestros gestos y nos invita, una y otra vez, a salir de la cerrazón de nuestras cabezas y volver a habitar la tierra.
Quizás ellos lo sepan: hay un parentesco íntimo entre el alma y la naturaleza. Si el alma es aquel principio primario que guía y anima la vida de un individuo, su esencia irreductible, el lugar donde esa esencia se despliega y reconoce es en el universo natural; su espejo. Los pueblos primitivos de todas partes del planeta honraron este vínculo, sabiéndose parte indisoluble del entorno que los nutría, y al cual nunca dejaban de rendirle tributo.
Los indios de las praderas norteamericanas, por ejemplo, iniciaban sus ceremonias honrando con su pipa a las cuatro direcciones, luego al cielo sobre ellos y a la tierra bajo sus pies. De esa manera se colocaban, simbólicamente, en el centro del universo, y se sabían acompañados por los poderes del mundo.
Entre los mapuches (gente de la tierra) de nuestra Patagonia, la espiritualidad no se vivía en templos ni en construcciones: alcanzaba con un claro en la espesura y un baile ritual que lo purificara; era sólo a través del contacto con la naturaleza que se accedía a lo sagrado.
En África central, los Bambuti (mal llamados pigmeos), descriptos por los antiguos egipcios como “la gente de los árboles”, tienen una única palabra –Ndura– para nombrar al bosque, a la familia y al mundo.
Aunque hoy vivamos en ciudades, mayormente disociados de estos lazos invisibles, una parte más antigua y primitiva de nuestra psiquis aun los recuerda; sabe que los árboles y las plantas, las libélulas y los cascarudos, los vientos y los relámpagos nos constituyen y nos animan. Que no hay forma de cercenar ese vínculo porque lo llevamos impreso bajo la piel, y que todas nuestras creaciones no son más que una continuidad de esos asombros, arquetipos y esplendores (tomando prestado de Borges cierta descripción del paraíso).
Es a esa alma antigua que le hablan, cada noviembre, los tilos en flor. Podremos seguir con nuestras vidas, podremos olvidarnos de cosechar y beber sus aromas, de echarnos bajo su sombra y rendirles tributo, de registrarlos siquiera.
Por lo bajo y en silencio, nuestra alma festeja.