El sencillo arte de la felicidad

Joie de vivre. Esta expresión del francés puede traducirse fácilmente como “alegría de vivir”. Pero como siempre pasa con los idiomas, algo de la chispa original del concepto parece perderse en la traducción. No importa: Matthieu Ricard, científico, fotógrafo, monje budista y traductor, la encarna de maravillas. No casualmente, uno de sus libros más recordados se titula, precisamente, En defensa de la felicidad. Su nueva obra -aun por traducirse al español- se llama La revolución altruista, pero no significa esto que el autor haya cambiado el foco de sus indagaciones. Para Ricard, altruismo y felicidad son conceptos tan entrelazados que es imposible hablar de uno sin mencionar al otro. De eso trató la charla que dio en Green Tara Happiness, en el auditorio del MALBA, el viernes pasado.

Su llegada fue anunciada -como lo es adonde sea que viaje, desde un tiempo a esta parte- como la visita del “hombre más feliz del mundo”, un mote del que el monje se ríe gustoso. Pero durante su presentación en Buenos Aires, no se privó de señalar a la imagen de un anciano tibetano completamente desdentado en la pantalla grande y aclarar: “Ahí lo tienen. Ese es el hombre más feliz del mundo!”

Podría parecer una ocurrencia del momento. Pero Ricard ya ha expresado ese mismo concepto muchas veces antes. Por ejemplo, de este modo: “Los chicos, los ancianos y los vagabundos se ríen fácilmente y con entrega. No tienen nada que perder y esperan poco. En la renuncia (a los bienes materiales) hay un delicioso sabor de sencillez y una profunda paz”.

No obstante, no es la renuncia exactamente lo que ha vino a proponer Ricard en su primer viaje a la Argentina, sino, más bien, la importancia de trocar nuestra obsesiva preocupación con nuestros propios asuntos por una mirada más amplia, más compasiva, más respetuosa del bienestar de todos los seres sintientes y del planeta mismo. Y si esto implica alguna forma del sacrificio, que sea un sacrificio con alegría, que no es sufrimiento alguno.

En su exposición, Ricard puso de relieve un dato que no suele escucharse, y que muchos sin duda discutirían: que a pesar de toda apariencia, y contra lo que parecerían reflejar cada noche los noticieros, el derrotero de la humanidad ha ido deviniendo notablemente más cooperativo y menos violento con el pasar de los años. Sustentó la premisa con cuadros y gráficos, y también con el más puro sentido común: “Si hoy todos nos vamos de esta sala luego de haber solamente conversado amablemente, este hecho no será titular de ningún diario. Pero si uno ahora se levanta y agarra a las trompadas con el de al lado, eso será sin duda noticia.”

Este status qúo que todos damos por sentado ha sido bautizado por ciertos autores “la banalidad del bien”, en respuesta al término contrario acuñado por Hannah Arendt en relación a la indiferencia de un jerarca nazi por las atrocidades cometidas durante el Holocausto.

El altruismo avanza, sostuvo el monje, porque la tendencia a dar y recibir son parte de la naturaleza humana, y, más aún, constituyen ingredientes fundamentales de la felicidad.

Joven estudiante en una de las escuelas contruidas por Karuna-Shechen, la organización de bien social que dirige Ricard, en el Tíbet.

Pero nada de esto puede darse por sentado: hay que trabajar para afianzar estos dones en nosotros mismos, aprender a ablandar el corazón, a inclinar nuestra mente en dirección del bien y a sensibilizarnos cada día un poquito más hacia el sufrimiento ajeno.

Afortunadamente, tenemos una herramienta sin igual para poder hacerlo: la compasión. A diferencia de la empatía, que equivale a sentir lo que siente el otro (una cualidad clave como punto de partida), la compasión nos permite hacer foco, no tanto en el sufrimiento percibido sino en el ferviente deseo de ayudar que nos provoca. En otras palabras, en el amor. De ese modo, evitaríamos el tan mentado “burn-out” (agotamiento) que aflige a médicos, maestros y muchos de quienes se dedican a ayudar.

Estudios de mapeos cerebrales corroboran que, en estado de meditación compasiva, las áreas que se iluminan (entre ellas una estructura conocida como la ínsula) tienen vinculación con la percepción de estados emocionales y sus correlatos en el cuerpo. Curiosamente, también se halló relación entre una mayor proclividad a la compasión y un menor índice de depresión. O sea que estar más conectado y deseoso de aliviar a los demás redundaría, curiosamente, en un estado anímico más elevado.

De las dos grandes enseñanzas del budismo -la sabiduría (entendida como el conocimiento de la naturaleza última de la realidad) y la compasión, Ricard claramente se inclina por la segunda como virtud suprema, aunque considere que ambas son inseparables.

Durante el segmento de preguntas y respuestas de uno de los paneles, se permitió compartir algo que le dijo a Jon Kabat-Zinn, introductor de la práctica conocida como Mindfulness (Atención plena) en Occidente: “Es una muy buena práctica, pero ¿por qué no introducen la palabra “amorosa” o “compasiva” después de “Atención plena”? Porque con la atención sola no alcanza: un franco tirador puede actuar con suma concentración y presencia”. Luego se permitió decirle al público, sólo a medias en broma: “Si tienen que elegir una de las dos, elijan la compasión; tendrán dos prácticas por el precio de una!”

Si hubiera que resumir toda la ciencia y el saber espiritual transmitido por Ricard a lo largo de la conferencia, podríamos apelar a una frase que citó del gran Martin Luther King Jr.: “Cada hombre debe decidir si caminará en la luz del altruismo creativo o en la oscuridad del egoísmo destructivo”. Pero también podemos quedarnos con la síntesis del propio monje, que resumió dos horas de exposición con cuatro sencillas palabras: “Be good. Do good” (Sean bondados. Hagan el bien”).

¿Qué más haría falta agregar?

Refugiada tibetana, Matthieu Ricard

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