Fue una tarde de emociones encontradas, seguramente para muchos. La bronca y el dolor convivían con la alegría de ver a esa multitud ahí reunida, haciendo fuerza por poner fin –de una vez por todas!- a la violencia y la locura. Mujeres, hombres, niños cargados sobre los hombros, carros de bebés, pelos pintados, pancartas manuscritas, gestos de triunfo, caras sombrías; variopinta expresión de un pueblo dolido, agotado, incrédulo ante una barbarie impropia de nuestros días.
Entre la multitud, sin hacer ruido ni pedir permiso, se abría camino una joven en silla de ruedas. Varios nos dimos vuelta para ver si alguien la acompañaba. No, estaba sola. Avanzaba con determinación, a puro remo entre el mar de gente. Su presencia destacaba más que cualquier cartel el peso y la urgencia del evento.
Los adolescentes que vivían su primera marcha lo hacían con la emoción a flor de piel y una conmoción casi visible: en este país eternamente enfrentado, los adultos marchaban juntos, sin conflictos ni divisiones, encolumnados y unidos por un único fin.
Ya en la plaza, los carteles con los nombres de las mujeres asesinadas inclinaban la balanza para el lado del dolor. Costaba mirarlos; costaba más no hacerlo. Observando las fotos de las que ya no están, recordé algo que contó el Hermano David Steindl-Rast en una entrevista en Buenos Aires hace un par de años. Habiendo crecido durante la Segunda Guerra Mundial, tuvo ocasión de presenciar muchos sucesos tristes y dramáticos. Su madre, luminosa como él, le aconsejó: “Siempre que veas una catástrofe, buscá a las personas que ayudan. Donde pasa algo malo, siempre hay personas que ayudan”. Así, mi mirada hilvanaba las fotos de las víctimas con los rostros conmovidos de los que me rodeaban, pancartas en alto, pidiendo paz.
Hubo dolor, hubo bronca, pero me atrevo a decir que la emoción que predominó, ayer, entre los hombres y mujeres que marchaban, fue otra. Como el revés de una trama, como la tenacidad a toda prueba del corazón, sobrevolaba sobre las cabezas y los carteles algo parecido a la ilusión. ¿Es posible que la violencia pueda más que este “¡Basta!” fervoroso a una sola voz? ¿Es posible que los políticos y los jueces puedan hacer oídos sordos a tan categórico rechazo? ¿Es posible que la cultura no despierte, al fin, de su largo sueño machista?
Es posible, lo sabemos. Pero ayer, al menos, no había lugar para otro futuro que el que caminaba entre nosotros, un futuro en el que las voces de la compasión, la ética y la justicia le cierren una y otra vez el paso a la la ignorancia y la atrocidad; un futuro en el que la solidez de los vínculos -y las leyes que los amparan- sea la mejor defensa contra el oscurantismo de unos pocos.
No es la primera vez que un pueblo “reza con los pies”, como tan bien lo expresó el rabino Abraham Joshua Heschel al marchar junto a Luther King por los derechos civiles de los afroamericanos en 1965. Y no será la última. Que el noble ejemplo de los que nos precedieron nos inspire a librar la batalla necesaria. Que la ilusión que ayer nos hizo fuertes nos siga guiando hoy y cada día.
El futuro que ansiamos es posible. Ni una menos. Nunca más.
Fabiana Fondevila
Mi gratitud a Virginia Gawel por las hermosas fotos