La osadía de desnudar el alma

El coraje tiene muchas caras. Algunas son adustas, de rictus filoso y tenaz. Otras tienen la altivez del idealismo y la mirada perdida en el horizonte. Y hay caras, como las de Margarita Gordyn, que muestran otra forma de la valentía. Como si el alma hubiese decidido de pronto despojarse de todas sus vestiduras y nos mirara desde el otro lado del cuarto, contenta con ser quién es, invitándonos a hacer lo mismo.

Hace tres años, Margarita fue diagnosticada con Esclerosis Lateral Amiotrófica (ELA), una enfermedad debilitante que va quitándole fuerzas al cuerpo de a poquito. Maggie nunca fue su diagnóstico: ni cuando lo recibió, ni cuando le dio pelea, ni hoy que, sabiamente, aceptó que esto es lo que toca vivir ahora, y se abocó a hacerlo sin negación ni distracción alguna.

En una visita reciente me recibió en compañía de los dos enfermeros que por esos días la cuidaban. Una le hizo una broma antes de salir del cuarto y dejarnos solas. “¿Cómo estás?”, pregunté. “Bien”, respondió, ayudada por un aparatito que la ayuda a amplificar su voz, algo limitada por una traqueotomía. Y mirando en dirección de la cuidadora recién partida, acotó, risueña: “Nos divertimos”. Un comentario trivial en cualquier otra situación; en esta circunstancia puntual, casi una declaración de principios.

Margarita es escultora. Sus obras –exquisitamente emergidas del bronce, la madera, la resina- rezuman sensibilidad, inteligencia y una forma sutil de la osadía. No van al encuentro del que mira a los tumbos, gritando su mensaje. Más bien, dicen lo suyo con suave elocuencia. Una jovencita que mira sin ver. Un hombre pájaro que se debate entre dos mundos. Un ángel que despliega apenas su única ala. Siete personajes más que reales que nos revelan en nuestros pecados más escondidos.

Con una amplia formación en instituciones como el City and Guilds of London Art School, de Inglaterra, y la Real Academia de Bellas Artes de Amberes, de Bélgica, Margarita ha ganado importantes premios y tiene obras expuestas en sitios destacados. Pero uno no piensa en esos premios cuando se encuentra, cara a cara, con sus maderas de curvas imposiblemente armónicas. Lo que uno piensa es cómo habrá hecho ella, con su cuerpo leve, para imponerse sobre esos troncos e imprimirles esas formas tan precisas, que los hacen parecer así alumbrados por la misma tierra, sin otro designio que el de asombrar y conmover a quien los mira.

La escultura comparte lugar en el corazón de Maggie con la meditación sufí, un camino vital que recorre desde hace décadas, de la mano del maestro inglés Llewellyn Vaughan-Lee. La enfermedad no fue un impedimento para seguir dirigiendo un grupo de meditación en su casa, semana tras semana, junto a su esposo Emilio.

Si hay una prueba de fuego para cualquier práctica espiritual, se pone de manifiesto en instancias de la vida como la que atraviesa Maggie en este momento. Y en su caso, no caben dudas, la prueba fue superada. La meditación, y la actitud de vida que promueve, ha sido un bálsamo en momentos de angustia, miedo y forzada inmovilidad.

La técnica parece sencilla: simplemente conectar con el corazón, y descansar en esa hondura. Así lo describe ella: “Uno va hacia adentro y busca ese lugar donde siente la energía del amor. Y ahí es donde nos unimos con todo: con la naturaleza, con Dios, con todo lo que hay”. Ese lugar, que antes había sido de visita, se ha convertido en una de las residencias semipermanentes de Maggie en este trance.

“¿Cómo es, hoy, meditar?”, le preguntó hace poco Virginia Gawel, su terapeuta y entrañable amiga, en una entrevista filmada que recomiendo fervientemente experimentar. “Es salirme del mundo y entrar en contacto con mi ser. Es un estado de serenidad”, respondió Maggie, fiel a su sencillez de pocas palabras.

En ese estado de serenidad comienza cada mañana: meditando y observando cómo el sol acaricia las hojas de las plantas en su jardín. Después lee un poco de Jung, o algún artículo sobre historia y mitología griega, una pasión reciente. Una vez por semana, se traslada a su taller, hoy comandado (bajo su amorosa tutela) por su hijo Meco, y da clase.

Allí, en un galpón luminoso de Villa Adelina, ve surgir de entre las manos y los cinceles de sus alumnos formas abstractas, bustos, pies de bailarinas, fragmentos de mundos. Ella recorre, mira, comenta y aconseja, siempre cuidadosa de no interferir en aquello que quiere nacer de cada uno.

Así también describe cómo ha sido el proceso creativo para ella: luego de muchos años y esculturas que quedaron inconclusas, paso a ser… “algo que ocurre naturalmente, sin buscarlo, sin mucho esfuerzo, cuando uno se abre a lo intuitivo”.

“Hoy, que ya no te es dado esculpir ni disfrutar de otras actividades preciadas, ¿qué te hace sentir viva?”, me animo a preguntar.

“El amor”, responde, sin calificativos.

Está claro que habla de Emilio, de Meco y Helena, sus hijos, y de su hermana Elisa. Pero también de los alumnos, y de los amigos incondicionales que fueron quedando. “Algunas amistades desaparecieron con la enfermedad. Las que quedaron se fortalecieron”, dice, y agrega: “Me siento rodeada de cariño”.

En enero de este año, Maggie sufrió un paro cardiorrespiratorio. Los médicos la trajeron de vuelta, y pasó varias semanas entubada en terapia intensiva. De algún modo, esa experiencia límite marcó un cambio en su sentir. “Hasta ese momento, estaba haciendo todo lo posible por morirme. Cuando volví, me di cuenta de que estaba viva. Y que si era así seguramente todavía tenía algo que hacer acá.”

Desde entonces se ha dedicado a vivir el presente con toda la lucidez y la ecuanimidad de la que es capaz, sin temerle ya a ese incierto desenlace que a todos nos quita el aliento. “La muerte ya no me preocupa”, dice, la expresión suave y distendida.

Da pena poner fin a la charla y dejar ese oasis de paz que es su taller, una paz que no logra quebrar ni el runrún de fondo de las lijas eléctricas, ni las breves interrupciones al diálogo para que Maggie descanse del esfuerzo de hablar.

En lo que dura el encuentro, la enfermedad es apenas un testigo mudo que acompaña sin perturbar ni robarse el centro de la escena.

Así de fuerte es la presencia de esta mujer de cuerpo leve y alma audaz. Por lo visto, así se ve el coraje, también: en lugar de garras, ofrece caricias; en lugar de dureza, propone entrega; en lugar de miedo, ofrenda amor.

Me despido de Maggie y espío una vez más su “corazón en llamas”, una escultura que rinde homenaje a los arrebatos del vivir despierto. “Estar acá es inmenso”, supo escribir Rilke, otro artista que tampoco le temió a la muerte. Qué bien los dicen los poetas y los escultores. Las almas desnudas, también.

Fabiana Fondevila

Para conocer el arte de Margarita, visitar: http://www.artebaires.com.ar/mgordyn/

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