El 2015 ya empieza a desenrollar su alfombra verde bajo nuestros pies. En estas latitudes, lo hace al ritmo cansino del verano, con fondo de chicharras, días tibios y noches estrelladas.
Aunque se trate de una convención, un mero antojo del calendario, lo cierto es que para casi todos, la llegada de un nuevo año es una imagen potente de renovación, de nuevas oportunidades, de promesas frescas como regalos sin abrir.
Y entonces sobreviene una tentación casi irrefrenable: llenar ese año vacío con proyectos, objetivos y programas de toda clase. Planificar, ya mismo, de qué estarán hechos los meses venideros. Anotarnos para ese curso que hace rato nos llama, aprender ese idioma indispensable, proponernos dominar, al fin, el orden de los placares; armar, de una vez por todas, un plan de alimentación sustentable. Meditar, impecablemente, cada mañana. Todos, nobles propósitos.
Para algunos, hay una dosis extra de adrenalina: quizás el nuevo año implica pasar de la primaria a la secundaria, de la secundaria a la facultad, empezar un nuevo trabajo, mudarse de barrio, de ciudad o de país. En estos casos, el futuro no es tanto una tela que se desenrolla de a poco como una alfombra voladora que se eleva con rumbo incierto.
No es fácil, esto del no saber. A los occidentales, parecería, nos cuesta especialmente. Nos gusta sentirnos perpetuamente en control, hábiles capataces con el don de planear, dirigir y digitar hasta el último detalle. El no saber quiebra esta ilusión y nos trae un recuerdo con sabor a infancia: el de sentirnos pequeños, a la merced de fuerzas que ni dominamos ni llegamos a comprender del todo.
Es natural, entonces, que queramos apurarnos a llenar el calendario de designios.
Pero lo cierto es que si cedemos a esta tentación, si pretendemos mapear, desde la ante-línea de largada, el curso que tomarán los acontecimientos (o, al menos, el que nos gustaría que tomaran), nos privamos de un bien mayor: el de simplemente ser, y esperar a que el deseo profundo se manifieste, que la vida nos susurre sus intenciones, que las aguas nos lleven en andas hacia algún puerto nuevo.
¿Podemos permitirnos nadar en esa indeterminación, sin echar mano al primer salvavidas? ¿Podemos gozar, incluso, de esa pura potencia, sin correr a convertirla en acto?
Aun para aquellos que todavía no se toman vacaciones, o los que no las tomarán, el verano puede ser un tiempo de enlentecer. Los días se estiran, generosos; la noche se demora en llegar. Hay tiempo de pasear por el parque, caminar por el barrio en el largo crepúsculo, espiar a los pájaros despidiendo al sol. Buen momento para decir que no a todo compromiso innecesario, proteger el ocio como a un recién nacido, buscar los momentos en que alma y cielo puedan comulgar.
En ese dejarnos ser es posible que vayan apareciendo, muy de a poco, los propósitos profundos. Pero el desafío está en no buscarlos, dejar que el tiempo liminal haga su trabajo: que limpie la mirada, como un helado que despierta el paladar entre plato y plato. No hay cómo recibir lo nuevo con la conciencia atiborrada de noticias viejas. Y lo cierto es que todo lo que pensamos, supusimos, y experimentamos hasta ayer es viejo.
¿Cómo disponernos a recibir lo nuevo?
Silencio y quietud, dos buenos derroteros. Escribir, pintar, dibujar, a la sombra de cualquier árbol. Leer, que es dialogar con otros tiempos y latitudes. Avivar los poros en contacto con el sol, el viento, la tierra mullida. Olfatear el aire con visceral disfrute, dejarnos arrullar por los sonidos, saborear las tostadas del desayuno como si fuera por vez primera.
Es posible que el dejar de hacer (aunque sea por un rato) nos produzca una suerte vértigo, como si ante nuestros pies se abriera de golpe un vacío tamaño agujero negro. Pero en lo profundo el pozo está lleno, siempre lo estuvo, y no tardarán en subir las aguas limpias si sabemos esperar. Con ellas puede que emerjan emociones olvidadas, asombros desterrados, y también intuiciones nuevas, paridas por obra y gracia de la calma.
Hagámonos el tiempo. Procurémonos el lugar. Extendámonos esta pequeña cortesía. Que el signo del nuevo año se despliegue solo, pétalo a pétalo, como una flor.