La ciencia ficción tiene ese efecto. Sacude nuestra imaginación y la incita a vislumbrar mundos más vastos, vibrantes y plenos de posibilidades de los que a veces parece albergar la rutina cotidiana. ¿Cómo comparar la inmensidad insondable del espacio con las previsibles dimensiones del cuarto que hoy nos toca ordenar? ¿La complejidad de un agujero negro –y su antojadiza disrrupción del tiempo y el espacio- con la maraña de cuentas a pagar? ¿El misterio de los rincones remotos de la Vía Láctea con las impávidas góndolas del supermercado?
Ante esas imágenes fulgurantes, ante esa visión del ser humano desafiando límites y conquistando terra incognita sin más imperativo que su propia sed de descubrimiento, es difícil no dejar que se escape un suspiro de asombro. Y, con él, el deseo de partir en la próxima nave espacial rumbo al infinito.
Algo de esto me ocurrió con la película que inquieta a todos por estos días, Interestelar. Por varios días caminé a varios centímetros del piso, perdiendo mi mirada con más intensidad que de costumbre en el cielo nocturno. ¿Cómo es posible que vivamos nuestras vidas como si todo aquello no existiera?, me pregunto. ¿Cómo debatirme una vez más entre cocinar uno u otro postre para Año Nuevo, habiendo enigmas tanto más nobles y dignos de sondear? Y, abrazando al fin el inevitable cliché, ¿cómo puedo inquietarme por mis pedestres compromisos laborales, sabiendo que somos hormigas galácticas sin peso ni sustancia alguna?
Mientras dura la obnubilación, casi que me olvido de todo lo que me deslumbra a diario de este muy pedestre planeta que nos tocó habitar. Miro a los pájaros como si fueran vecinos de toda la vida, carentes por completo de misterio. Riego mis plantas sin detenerme a saludar el nuevo brote, sin maravillarme ante el vigor con el que estira sus brazos verdes al sol. Salgo a caminar sin la expectativa habitual: la de toparme con algún yuyo desconocido que asoma entre el pasto, atisbar una cadena de nubes con forma de cordillera, o pescar el animoso intercambio entre el viento y las copas de los álamos.
Estoy, decididamente, presa de las estrellas.
Anoche, por gracia o por fortuna, algo rompe el hechizo. Tras el calor subyugante del día, se insinúa una tormenta. Salgo al jardín, deseosa de fresco. El espectáculo me toma por asalto. Hay humedad en el aire, torbellinos de viento que llevan y traen noticias de la lluvia. En el cielo, una paleta bizarra: un rosa crepuscular se sobreimprime sobre el cielo oscuro, producto de algún ignoto fenómeno atmosférico, y convierte a las nubes en una gran pantalla. Cada tanto, latigazos de luz sin sonido.
El cielo se estremece, sí, pero también la tierra. Aquí abajo, nadie permanece indiferente a la trémula excitación del aire. Los pastos, las plantas, las ranas del estanque, el estanque, todos guardan un silencio apenas contenido y lleno de suspenso. Sobrevuela un murciélago, y su loco aletear dice lo que todos callan.
Ya falta poco, ya se desata. Ya llega el torrente que limpia, que azuza, que despierta nuestros rincones dormidos. Lo recibiremos juntos, esta gran familia sin peso ni sustancia, con el improbable don del festejo.
Contra toda evidencia, estoy segura de que no soy la única que baila.