Una cita con la mañana

De tanto en tanto, se me da por envidiar a los nocturnos. Son de ellos ciertos placeres: las veladas eternas en compañía de amigos, horas insomnes que pasan como melaza, la luna que hipnotiza en el jardín, la cofradía de las estrellas. Pero siempre, por más que me tiente quedarme, sé que me debo ir, arrancarme del conjuro a la fuerza.

No es sólo el sueño el que convoca. Es una cita, un compromiso, un reencuentro diario al que no puedo faltar: el instante exacto en que la noche se entregará al día, en ese mismo jardín, de madrugada. Es la forma en que la mañana correrá las cortinas con mano firme y ungirá a las hojas y los árboles y las esquinas con su promesa de luz, todavía líquida y borrosa, como un sueño que perdura.

Después la energía se precipitará: primero un sector de pasto, luego otro. Los campánulas del dondiego de día se abrirán, un coro de soles violetas. Los dientes de león se sacudirán el sueño y soltarán sus semillas al viento. El canto de los pájaros se volverá más osado y estridente. La calabaza subirá unos tonos en la viña. La lantana ostentará sin falsa modestia sus coronas carmín.

Al fin, cuando el sol ya mire desde arriba, llegarán las mariposas. Yo me sentaré a observarlas, y, una vez más, me rendiré al asombro. Ellas no sabrán que estoy ahí, ni cuán felices me hacen; eso será parte del encanto. Ser testigo silencioso de ese despertar, tener ojos para ver y corazón para festejarlo, es -al decir de Emily Dickinson- todo lo que conozco del cielo. Y todo lo que necesito conocer.

F.F.

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