No hay muchas frases que uno pueda decir, con honestidad, que le cambiaron la vida. Para mí, esta fue una de ellas. Como casi todo lo escrito por el gran mitólogo Joseph Campbell, esta idea fue un despertador: un llamado a vivir la vida más que a pensarla, a zambullirme en las experiencias que me ofrece cada día con más entrega y emoción que esfuerzo por comprender su signo y significado.
Como para tantos, mi búsqueda empezó con las grandes preguntas: ¿Por qué existe el sufrimiento? ¿Cómo convivir con la idea de la muerte? ¿Para qué estamos acá? ¿Cuál es el fin último de la existencia? ¿Qué es vivir una buena vida?
Busqué las respuestas, primero, en la filosofía. Encontré algunos vislumbres para seguir pensando, pero nada que se acercara a colmar mi sed. Mientras tanto, mi vida transcurría. Cuando las cosas fluían más o menos acorde a mis anhelos, la pregunta por el por qué se esfumaba, como los contornos de la sala cuando la película es atrapante. Pero las dudas reaparecían cuando el instante en el que el camino se volvía pedregoso, o algún recodo inesperado me ponía cara a cara con el abismo. ¿Por qué les pasan cosas terribles a personas buenas? ¿Por qué desaparecen aquellos sin quienes no podemos vivir? ¿Por qué albergamos ansias de infinito, cuando habitamos en un mundo (y un cuerpo) tan frágil y vulnerable? ¿Por qué no logramos hacer pie, más que por instantes, en un lugar seguro?
(Continuar leyendo)
Y entonces, un día, llegó la frase. Campbell la pronunció durante la icónica entrevista televisada con Bill Moyers, El poder del mito, y en su versión completa dice: “Las personas piensan que están buscando el sentido de la vida. Yo creo que lo que estamos buscando es la experiencia de estar vivos, de modo que las vivencias que tenemos en el plano puramente físico tengan resonancias en nuestro interior, con nuestra realidad y nuestro ser interior, y sintamos el éxtasis de estar vivos”.
Me resonó en cada célula. ¡Por supuesto que la experiencia de estar vivos eclipsa la pregunta! Nadie se pregunta por el sentido de un girasol, un abrazo, un atardecer. A nadie se le cruza la pregunta por el sentido cuando está enamorado, señala el mitólogo.
En estas gozosas ocasiones, no aparece la pregunta porque la vivencia es la respuesta. El corazón lleno de asombro, los sentidos desbordando contento, somos uno con la vida tal como se presenta. La mente descansa como un perro tras una comilona y nos otorga un respiro de la cárcel de la separación, con las emociones aflictivas que esto despierta.
Si aflora la pregunta por el sentido, frente a un acontecimiento feliz, es siempre una construcción mental posterior al hecho, cuando la experiencia se desvaneció y fuimos devueltos a la geografía de nuestro pequeño yo.
Ahora bien, ¿qué pasa cuando lo que la vida nos ofrece es el desgarro de una pérdida, una o mil desilusiones, un final anunciado? Ahí la mente se estremece, se retuerce, se rebela, y pareciera que lo único que hay es la pregunta por el sentido.
¿Tiene algo para decirnos, en estas ocasiones, la aseveración de Campbell? Sí. Aún si la vida no tiene un tiene un sentido inherente, inmutable e igual para todos –como afirman los existencialistas- nada nos impide dar un sentido a las cosas que nos ocurren, a la luz de lo que vivimos hasta el momento. De hecho, no podemos dejar de hacerlo: el humano es un hacedor de sentido por naturaleza.
Si en la vida de una persona existieron instancias de amor y conexión, como existen casi siempre, hasta en las duras historias, el corazón hará de portal: el desconsuelo de una pérdida traerá el recuerdo de su antónimo, la devoción; la fealdad y la injusticia traerán en andas a sus reversos, la belleza y la justicia; en el desánimo aparecerá, como un negativo, la impronta de la pasión, y en el peor de los inviernos hallaremos –como Camus- un verano invencible.
Lo cierto es que el sentido no vive en ningún suceso, triste o agraciado. Vive en nuestra memoria, en nuestros vínculos, en nuestra capacidad de contar una buena historia, en nuestras luchas y nuestros esfuerzos, en las vidas hilvanadas de nuestros antepasados. Vive en nuestra capacidad de entrever lo uno en lo múltiple, lo eterno en lo efímero, la luz en la oscuridad. Vive en el milagro de volver a amanecer aquí, una vez más, los pies cubiertos de barro y los ojos de estrellas. Vive en la secreta semilla del corazón, que responde por nosotros: cualquiera que sea la pregunta, la vida es la respuesta.