Cada mañana, Mary Oliver se levanta antes al alba y abre la puerta de su casa en Provincetown, Massachusetts. Ahí se queda un rato, observando cómo el sol traza su arco perezoso, y espera a que lleguen las palabras.
Las palabras llegan, una a una, a su lápiz negro; presurosas, como a una cita.
Hola, sol en mi cara.
Hola, tú que hiciste la mañana,
y la esparciste sobre los campos,
y en las caras de los tulipanes,
y en las campanas violetas,
de la enredadera que sacuden sus cabezas.
Y en las ventanas, incluso, de los afligidos y los malhumorados.
Luego toma su anotador, lo estruja en su bolsillo trasero y se interna en el bosque. Sola. Así lo ha hecho siempre, aun cuando vivía Molly (Mallone Cook, la fotógrafa con quien compartió amor y vida por cuatro décadas). Y por buenas razones.
Habitualmente voy al bosque sola, sin un solo amigo, porque son todos sonreidores y conversadores, y por lo inapropiados. No me gusta que me vean hablando con los pájaros. O abrazando al viejo roble negro. Yo tengo mi forma de rezar. Sin duda, tú tienes la tuya. Y además, cuando estoy sola puedo convertirme en invisible. Puedo sentarme sobre un médano,quieta como un puñado de malezas, Hasta que los zorros pasan corriendo, despreocupados. Puedo escuchar dl sonido inaudible de las rosas cantando.
Si alguna vez has venido al bosque conmigo, debo quererte mucho.
(Cómo voy a bosque)
Poco conocida aún en el mundo hispano, Mary Oliver (75) es una poeta estadounidense, laureada con las más importantes distinciones del género (Premio Pulitzer, National Book Award), y por lejos la poeta más vendida de su país. Es, además, la legítima heredera de la sensibilidad naturalista de Ralph Waldo Emerson, Walt Whitman, Henry David Thoreau. Su poesía ha sido catalogada como “una poesía del elogio”, algo que ella no discute, sino más bien reafirma con convicción en cada nueva creación, cuando vuelve a cantarle a la garza en el estanque, al zorro del matorral, al cedro y al girasol. También le sentaría “una poesía del asombro”; ya que en sus versos convive la sorpresa siempre renovada con una devoción genuina por el mundo y sus misterios. No se trata de una devoción descarnada; por el contrario, rebosa de sensualidad. Tampoco edulcorada. “No llamen a este mundo adorable, ni útil; no se trata de eso”, dice en “¿Dónde comienza la danza, y dónde termina?”, prefiriendo definirlo así: “Es travieso, y un teatro para más que vientos suaves. / La pestaña del rayo no es mala ni es buena /El árbol impactado arde como un pilar de oro.” Su espiritualidad sin templo ni credo no deja a nadie afuera: creyentes y descreídos, apáticos y apasionados, próceres y colibríes, robles monolíticos y mosquitos. Tampoco esconde que, cada vez que le canta a las hojas, los ciervos o los escarabajos, su canción es rezo, meditación, elegía.
En una inusual entrevista con Maria Shriver en 2011, Oliver comparte una de las motivaciones detrás de su poesía: “No tengo gran esperanza respecto de que la Tierra pueda permanecer como era cuando yo era chica. De hecho, ya ha cambiado tanto. Y creo que cuando perdemos la conexión con el mundo natural, tendemos a olvidarnos que somos animales, que necesitamos de la Tierra. Y esto puede ser demoledor. Wendell Berry, un gran poeta, habla extensamente (en su obra) sobre la devastación que viene. Yo soy más bien de las que creen que atraemos más moscas con miel que con vinagre. Y entonces busco por el lado de ‘¿Notaste esta cosa maravillosa?’ ‘¿Te acordás de esto?’” Rompiendo con su reserva habitual, la poeta comparte anécdotas como ésta: “”En Provincetown, donde vivo, hay una pequeña historia que es dulce. Dicen que si Mary sale a caminar, y comienza a caminar más y más lento, hasta que al fin se detiene y se pone a escribir furiosamente, uno sabe que ha sido una caminata exitosa.” “¿No se supone que los poetas son gente tortuosa?”, quiere saber la entrevistadora. Responde Oliver: “(En Estados Unidos) tuvimos un período largo de poetas confesionales. Y creo que muchas personas -sin duda Sylvia Plath y Anne Sexton- confundieron el trabajo que hacían con la terapia, y eso es una pena. Puede que me equivoque, pero creo que sentían que podían sanarse con su escritura, y eso no funcionó. Yo no suelo meterme con las cosas que me hacen infeliz cuando escribo. Quiero escribir poesías que consuelan, que diviertan quizás, que enciendan a las personas. No quiero decir que el mundo es del todo genial y maravilloso. Pero intento mantener el foco en lo que es bueno y esperanzador.” Así y todo, en su extensa bibliografía ha hecho referencia a acontecimientos traumáticos de su vida, como el hecho de haber sido abusada de niña. En uno de sus poemas más amados, invita a hacer las paces con el dolor, y a abrazar la propia identidad.
Los gansos salvajes
No tienes que ser bueno. No tienes que recorrer el desierto arrodillado, arrepintiéndote. Sólo tienes que dejar que el animal suave de tu cuerpo ame lo que ama. Cuéntame de tu dolor, yo te contaré del mío. Mientras tanto, el mundo sigue. Mientras tanto, el sol y los guijarros claros de la lluvia se desparraman sobre los paisajes, sobre las praderas y los árboles profundos, las montañas y los ríos. Mientras tanto, los gansos salvajes, allá arriba en el límpido aire azul, están volviendo a casa. Quienquiera que seas, no importa cuán solo te sientas, el mundo se ofrece a tu imaginación, te llama como la voz de los gansos salvajes, áspera y excitante, anunciando, una y otra vez, tu lugar en la familia de las cosas.
Pero su poema más citado, es, sin dudas, Poema de verano, el de la antológica frase final. Reproducida por doquier en contextos sagrados y mundanos, esa frase ha sido espuela para despertar a la acción, ahuyentar temores y despabilar al más dormido.
¿Quién hizo al mundo?
¿Quién hizo al cisne, y al oso negro?
¿Quién hizo a la langosta?
Esta langosta, quiero decir-
la que acaba de lanzarse desde el pasto
la que come azúcar de mi mano,
la que mueve sus mandíbulas
hacia atrás y hacia adelante,
en vez de arriba y abajo-
la que mira a su alrededor con sus ojos enormes y complicados.
Ahora levanta sus pálidos antebrazos
y se lava la cara meticulosamente.
Ahora abre las alas de un brinco, y se va flotando.
Yo no sé qué es exactamente un rezo.
Sí sé prestar atención, sé cómo caerme sobre el pasto,
cómo arrodillarme en el pasto, cómo ser ociosa y bendita,
cómo pasear por los prados que es lo que he estado haciendo todo el día,
Dime, ¿qué debiera haber hecho?
¿No es que todo muere al fin, y demasiado pronto?
Dime, ¿qué piensas hacer tú con tu vida única, salvaje, preciosa?
Una pregunta fértil para saludar al mundo, como Mary, cada mañana.
Antes o después de recibir al sol.