En defensa del deseo

La brisa del alma
guarda secretos para ti.
No te vuelvas a dormir.
Debes pedir lo que realmente quieres.
No te vuelvas a dormir.
La gente viene y va a través del umbral
Donde los dos mundos se tocan.
La puerta es redonda y está abierta
No te vuelvas a dormir!

El poema, del místico sufí Jalaluddin Rumi, se inspira en ese rito liminal que es la oración del amanecer en la tradición musulmana. Pero en verdad habla de tanto más.

“Debes pedir lo que realmente quieres”, urge el poeta. ¿Cuán seguido nos hacemos esa pregunta y la contestamos desde el corazón? En ámbitos espirituales, por muchas razones, parecería que expresar un deseo personal no constituye un cometido digno; como si todo deseo fuera necesariamente producto del ego, y el ego fuese una suerte de torpe embajador al que hay que acallar por temor a que nos avergüence. Como consecuencia, ponemos sordina a ciertas emociones, temerosos de que dejen entrever algún ansia impropia.

Pero he aquí lo interesante: lejos de impropio, vergonzoso o poco espiritual, el deseo es el primer motor de la vida, y rechazarlo es oponerse a la más persistente expresión del espíritu en nuestro interior. La reticencia respecto del deseo se extiende a la pasión, una de sus vertientes más terrenales y reconocibles. De forma silenciosa y casi inadvertida, se han vaciado de pasión las disciplinas del alma, incluyendo una que nació como un anhelo desenfrenado por comprender la realidad: la filosofía. En su libro “Espiritualidad para escépticos”, Robert C. Solomon señala: “Sócrates y Platón, por ejemplo, aquellos antiguos modelos de la razón y la racionalidad, tenían una relación apasionada con la filosofía y directamente erótica con la Verdad. En El banquete, Sócrates (Platón) manifiesta que la filosofía (que viene de philia) es una forma de amor, incluso una forma de lujuria (eros). El hecho de que la pasión que define la búsqueda de la Belleza por parte de Sócrates (Platón) no sea una philia contenida y caballerosa sino eros, el deseo sexual (erótico), resulta aún más sorprendente”.

En el terreno de las religiones la pasión corrió una suerte similar. Las principales tradiciones monoteístas lo desterraron como a un virus peligroso. Señala Nietzche que esta férrea oposición no mató a Eros sino que lo volvió vicioso (algo que puso en el camino del psicoanálisis su principal asignatura).

Las tradiciones de Oriente tampoco escaparon a este dilema. El psicoterapeuta budista Mark Epstein explora a fondo este estado de cosas en su obra, aún no traducida, “Open to desire. The truth about what the Buddha taught” (Abierto al deseo. La verdad acerca de lo que enseñó Buda”), en la que subraya que Buda nunca se pronunció contra el deseo en sí, sino contra el apego a nuestros anhelos. Así lo dice el autor: “La Segunda Noble Verdad de Buda, acerca de la causa o la irrupción de dukkha (sufrimiento) es traducido tradicionalmente como ‘La causa del sufrimiento es el deseo”. Aunque ahora sé que es una traducción errónea, sigue siendo la principal causa de la mala comprensión de la intuición de Buda. (…)

En la primera década de mi involucramiento con el budismo, mientras viajaba a Asia, realizaba retiros silenciosos de meditación y me zambullía en la cultura budista que emergía entonces en Occidente, noté una valorización general del estado de “no tener preferencias” y una demonización del deseo. El mundo no es un problema para una persona sin preferencias, nos decíamos unos a otros (…).

Esta perspectiva contracultural parecía, al comienzo, fresca e inspirada. Hacer a un lado el impuso convencional hacia el confort y la seguridad habilitaba un tiempo y un espacio para la contemplación espiritual. Sin embargo, lo que produjo en los hechos fue un grupo de personas incapaces de decidir qué hacer o a dónde ir. Hasta ir a un restaurant generaba problemas irremontables.”.

Más grave que eso, Epstein cuenta que muchas de las personas con inclinaciones espirituales que lo visitaban en su consultorio -sin importar de qué tradición vinieran- se veían inquietas, casi temerosas, incómodas en su propia piel. Al tomar contacto con sus deseos en la terapia, algo en su interior se aflojaba. La observación no sorprende: escindidos de nuestro deseo no podemos ser nunca del todo nosotros mismos, ni mucho menos ser canal idóneo para nuestra energía vital.

La tradición de separar y hasta poner en bandos contrarios al espíritu y la materia, lo sagrado y lo mundano, lo vincular y lo transcendente, redunda siempre en un empobrecimiento de ambos planos: empalidece nuestra noción de lo divino y envilece nuestra visión de nuestros propios cuerpos y su paso por el mundo.

No obstante, hay en nuestro fuero más íntimo un lugar donde ambas esferas confluyen y se nutren una de otra, un lugar físico y metafórico donde la vida nos duele y atraviesa, nos eleva y convoca, nos convierte en seres únicos y nos une con todo lo que palpita a nuestro alrededor: el corazón. En esa recámara oculta se tejen los hilos de nuestra vida, y toda resistencia a sus designios más profundos nos aleja del camino.

“El problema no es tu deseo, es que tus deseos no son lo suficientemente grandes”, dijo el sabio hindú Sri Nisargadatta. Y es que en esos estratos, lo que ansiamos como individuos se parece mucho a lo que pide de nosotros la vida: crecer, conectar, sentir, celebrar.

¿Cómo saber si es esa voz la que escuchamos, y no alguno de sus muchos velos? No siempre es fácil, pero sí es sencillo: su voz suena siempre, clara e inequívocamente, como la voz del amor.

Fabiana Fondevila

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