Nosotros, los que crecimos a pura educación cartesiana, con las cabezas atiborradas de reglas y datos (o sea, todos desde hace varios siglos a esta parte), solemos buscar respuestas a nuestros problemas por una única vía: apelando a nuestro hiperactivo y superestimulado intelecto. Y no hay nada de malo en ello: esta facultad, que tanto desarrollo ha alcanzado en el ser humano, es responsable de los logros y descubrimientos que gestaron la civilización de la que todos nos beneficiamos.
Pero fue también su hegemonía absoluta -en desmedro de todo otro saber o forma de entender el mundo- la que dio pie a los excesos, la insensatez y la profunda desconexión que hoy malogran muchos de esos hitos y ponen en riesgo la supervivencia del planeta.
Reconquistar el equilibrio -como especie y como individuos- requiere de nosotros una aventura singular: despertar la memoria del cuerpo, renovar el vínculo con la tierra y entablar un diálogo fecundo con nuestras propias almas; tres acciones que se nutren unas de otras y se allanan mutuamente el camino.
En el sentido que aquí uso la palabra, “alma” no es sinónimo de “espíritu”. Me refiero a ese núcleo vital, misterioso y salvaje que representa nuestra esencia única e incomparable. Esa esencia que es más profunda que nuestra personalidad, pero se relaciona íntimamente con ella; que excede los límites de nuestro cuerpo, pero se expresa constantemente a través de él.
¿En qué se diferencia esta esencia misteriosa del espíritu?
Si el espíritu es impersonal, descarnado, trascendente y puro, el alma es personal, terrenal, inmanente y rica en zonas oscuras. Podría decirse que el alma es una emisaria del espíritu, y que ambos caminos -el que llama a ir al encuentro de lo Absoluto (espiritualidad ascendente) y el que se adentra en lo personal (espiritualidad descendente)- son igual de necesarios. Sin embargo, antes de intentar escalar los diáfanos picos, es conveniente haber transitado, con honestidad y con entrega, las honduras de nuestra existencia terrenal concreta: nuestros recuerdos, nuestro pasado, nuestras pasiones y temores; nuestros símbolos e imágenes, nuestros sueños. En otras palabras, nuestra forma única e inimitable de habitar el universo.
Así define Bill Plotkin, psicólogo e investigador, la diferencia entre alma y espíritu: “El alma se encuentra en el inconsciente, y el espíritu en el reino de lo supra-consciente, aquello que está más allá de cualquier objeto. Ambos se asocian con estados de éxtasis (fuera de la conciencia ordinaria), pero los encuentros con el alma se manifiestan en los sueños y las visiones del destino personal, mientras que la realización del espíritu engendra conciencia pura, sin contenido”.
En otro de sus libros hace una distinción más visceral: “El alma ama la intimidad; el espíritu nos eleva por encima de ella. El alma es peluda; el espíritu, calvo. El espíritu ve aun en la oscuridad; el alma tantea el camino a su paso, o necesita de un perro guía. El espíritu arroja flechas; el alma las recibe en el pecho.”
Entramos en contacto con el alma cada vez que sentimos el hechizo de una imagen: una escena que nos conmueve aun sin entenderla, un paisaje que nos seduce como la llama a la polilla, un objeto que nos resulta familiar, aunque sea la primera vez que lo vemos.
A veces el puente es un sabor, un aroma, una música; el alma ama expresarse a través de los sentidos. Y los sentidos son, junto con las emociones, un excelente medio para empezar a explorarla. No hace falta ser artista para hacer de los colores un puente, de las formas o los gestos una carta de presentación. Basta con dejar que el interior se exprese como le nazca hacerlo: en un plato que lleva nuestra impronta, en un tejido lento y laborioso, en palabras que brotan sin censura, en sueños que nadie más osaría soñar.
No siempre es fácil este camino descendente. Nos asusta meternos con aspectos de nuestro ser que hace años desterramos por inmaduros, caprichosos, sombríos, antojadizos. Nos cuesta escuchar lo que pide el cuerpo y actuar en consecuencia, sobre todo si esto implica desafiar la etiqueta o “las buenas costumbres”.
La desnudez nos inquieta: ¿quiénes seremos, si osáramos despojarnos de los ropajes que vestimos a diario? ¿Y si no le gusta al mundo ese o esa que somos? ¿Y si no nos gusta a nosotros mismos?
Dijo el gran (C.G.) Jung: “Las personas hacen cualquier cosa para evitar enfrentarse con sus almas. Practican el yoga de la India y todos sus ejercicios, observan un estricto régimen dietario, aprenden la literatura del mundo, todo porque no quieren meterse con ellos mismos, y no tienen la menor fe de que algo útil pueda salir de sus propias almas.” Este temor fogonea la sobre-espiritualización tan frecuente en nuestros días (ver Los riesgos del bypass espiritual).
Es fácil confundirse y pensar que la meditación y otras prácticas propias de la espiritualidad ascendente pueden envolverlo todo en un hálito de virtud y transparencia, tendiendo un manto piadoso sobre nuestras zonas oscuras. Pero no sólo no lo logran (porque no es para eso que fueron creadas), sino que, en el intento, a veces sofocan todo lo que hay de fértil y propicio en nuestro propio camino del crecimiento. Silenciamos -por un tiempo- las pasiones y los bríos, y les ponemos sordina a las emociones que nos ayudarían a entendernos y a cultivar quienes verdaderamente somos.
Distinto es abocarse a estas prácticas habiendo transitado -o transitando aun- el camino del llano. O, para usar una metáfora más precisa, el viaje por el propio submundo. En las honduras hay dolor, hay recuerdos odiosos y antipatías, pero también sorpresas, tesoros, descubrimientos. Sobre todo, hay verdad.
La naturaleza es el espejo primero y perfecto de esta jungla interior: en ella vemos, donde sea que miremos, muerte y renacimiento, peligros que acechan y rincones de solaz, luchas denodadas e instancias de comunión sin palabras. Quizás lo que mejor nos muestra la naturaleza -de ella misma y de nosotros, sus hijos- es una eterna, inacabable y fervorosa creatividad; vida que alimenta vida, y se celebra a sí misma en cada acto.
Propongo que reconectar con lo silvestre, en el entorno así como en nuestro centro, puede devolvernos no sólo una cuota de autenticidad y alegría, sino algo más grande aún: la incomparable experiencia de estar vivos. Dijo Rilke: “Si nos entregáramos a la inteligencia de la Tierra, / podríamos erguirnos enraizados, como los árboles. / En cambio nos enredamos en nudos de nuestra propia creación, / y luchamos, solos y confundidos. / Y entonces, como niños, comenzamos de nuevo / a caer / a confiar en nuestro peso, pacientemente. / Aun un pájaro debe hacerlo, antes de poder volar.”
Fabiana Fondevila