Quizás alguna vez fue necesario ser dócil y complaciente; hay infancias que lo exigen como método de supervivencia. Quizás, para otros, fue inteligente esconder lo que sentían bajo una coraza de inmutabilidad. Acaso uno debió ser adulto antes de tiempo. O, por el contrario, tuvo que entregarse a una inocencia forzosa de ojos que no ven, corazón que no siente.
Todas estas opciones -estas formas de ser que nos habitan, estos arquetipos– han sido, sin duda, fieles compañeros de camino. Pero es probable que hoy, como ropas que ya quedan chicas o disfraces que no nos representan, limiten nuestros movimientos y constriñan nuestra energía. En algún momento, la inmutabilidad que nos ayudó a llegar enteros a la madurez se erigió en una armadura que nos roba la alegría. La docilidad que nos aseguró el amor materno nos volvió débiles, incapaces de expresar nuestros deseos y resguardar nuestro espacio. La adultez prematura dejó goces vitales por el camino. La inocencia forzosa nos impidió echar sólidas raíces. Cuando esto ocurre, es tiempo de rever esos mitos fundantes y descubrir cuánto de nosotros encarnan verdaderamente.
A no engañarse: no es tarea fácil. Por su propia naturaleza, un arquetipo se lleva como una segunda piel, sin la distancia necesaria para reconocerlo como tal. Pero siempre hay pistas. A veces son los otros los que nos señalan que un comportamiento se ha vuelto obsesivo o anquilosado, que no sirve a nuestros mejores intereses, o, incluso, que no parece genuino sino heredado de alguna situación antigua, o aceptado como mandato.
Tomemos como ejemplo un arquetipo muy frecuente entre las mujeres (aunque de ningún modo exclusivo de ellas): el de la ayudadora compulsiva, representado en el Eneagrama (antiguo sistema de clasificación de personalidades) por el eneatipo 2. Estas personas van por la vida adoptando (muchas veces, en sus vínculos amorosos) “almas necesitadas”, que son expertas en detectar, y establecen así un vínculo de mutua satisfacción: ellas hacen por ellos (o por otras “ellas”); ellos dejan hacer. (Los segundos, seguramente, estarán encarnando a su vez un arquetipo que les es familiar: el que los representa como dependientes y incapaces de ocuparse de sus propias vidas.) Como todo mito fundante, la cualidad esencial que encarna el rol del ayudador es real, legítima y valiosa: dar cuidado, servicio, ternura y amor. Pero también es prerrogativa de los arquetipos “tomar” a la persona al punto de convertirla en una caricatura de sí misma. Entonces se pierde toda noción de intercambio, y la “ayudadora” pasa a ser una dadora universal en todo ámbito y circunstancia, a expensas de sus necesidades, autonomía y a veces de su propia salud.
Otro ejemplo (algo más prevalente entre los hombres), es el de la persona que, por falencias afectivas de la infancia, se construye un bastión de autosuficiencia y impermeabilidad al dolor. Este puede ser un mito altamente funcional durante muchos años. Pero llegado el momento de establecer un vínculo de pareja, por ejemplo, se resquebraja y hace agua con cada intercambio.
A veces el mito fundante no se erige tanto en una forma de ser sino en la pertenencia a una institución, como, por ejemplo, el de la familia y el matrimonio. Si ese marco contenedor ha sido el norte y fin último de toda una vida, una crisis conyugal amenazará con poner fin, no a una historia de pareja, sino a la propia existencia.
Hasta que las personas logran reconocer a sus arquetipos por lo que son, viven convencidos de que ellos “son” así, del mismo modo en que tienen determinada altura y cierto color de ojos, y que no hay nada que puedan hacer al respecto. Por supuesto, subterráneamente siempre hay voces de descontento que buscan hacerse oír. Si son escuchadas, la aparición de un nuevo mito será suave y paulatina; si no, tendrá la forma de un motín a bordo.
Decía Joseph Campbell: “Los mitos no son correctos o equivocados; funcionan o no funcionan”. ¿Cuál es el ocaso deseable de un mito que ya no funciona? Ser subsumido e incluido en un nuevo mito más coherente con la nueva realidad. Pero siempre, primero, el viejo y el nuevo mito entrarán en tensión. En esa instancia, lo ideal es poder establecer un diálogo entre ambos que ayude a generar una síntesis genuina.
En este proceso puede ser muy útil la escritura: registrar las vivencias, conflictos y tensiones que van apareciendo, invitando a las distintas voces que a uno lo habitan a desplegarse y dialogar en el papel.
Otra manera de percibir al viejo mito es escucharse, prestando especial atención a declaraciones del estilo de “Yo soy culposa”, “Soy incapaz de poner límites”, “La intimidad no es lo mío”… Esas expresiones tajantes de identidad pueden dar lugar a la pregunta: “¿Por qué soy culposa?” “¿En qué me ha beneficiado, hasta ahora, la incapacidad de poner límites?” “¿Qué es lo me tanto me cuesta de la intimidad?”
Si nos animamos a explorar esos antiguos guiones que viven en nosotros, nos sorprenderemos al comprobar que son nada más que eso: guiones. La vida es una larga historia que contamos a los demás y a nosotros mismos. Si perdemos el miedo de reescribirla todas las veces que sea necesario, lograremos hacer, de cada momento, la expresión más honda y más genuina de quienes somos. Y esto se parece bastante a la libertad.
Fabiana Fondevila
Ilustración: patwasi.