El llamado del otoño

Miriam Pösz

“Ya está, no hay nada que hacer, llegó el otoño”, dice mi hija, con cara de fatalidad. Hace rato que las señales están, aunque el termómetro simule un verano eterno: hojas que se sueltan de las ramas y flotan hacia el suelo, como ideas sueltas que nadie recogerá. Noches que erizan la piel. El casi imperceptible declinar de la luz.
Hay quienes aman el frío y sus rituales. Hay quienes celebran el cambio; el repentino quiebre en la monotonía. Pero casi nadie escapa a una faceta de la estación que comienza: el otoño tiene aroma a crepúsculo, a declive, a merma, a ocaso. No hace falta ser un alma melancólica para sentirlo. El repliegue de la savia hacia la tierra, la clorofila que retrocede, dando lugar al amarillo de los arces y los fresnos, al carmín y el púrpura de los robles y los liquidámbar. La paleta del otoño, que se refleja en el paisaje, en las frutas y hortalizas, y también en nuestro ánimo.
Mientras el mundo es verde, es fácil sentir que la pujanza es ley, que todo impulso tiende a su máxima expresión. Como el pasto y los yuyos, en el verano nuestras energías ascienden y eclosionan en dirección al sol. Pero cuando la luz y el verde se retiran, de pronto recordamos: no éramos eternos, invencibles, todopoderosos. El brillo de la vivacidad era prestado.
Según la medicina china, el otoño es la estación del duelo. La energía se centra en los pulmones y puede traer tos, congestión, lágrimas. También del intestino grueso, que es órgano de filtrado (ayuda a discriminar y dejar ir lo que no nos sirve). No es casual que, en inglés, el nombre de esta estación sea fall (caída). Para quienes tengan pérdidas recientes, o lleven en el corazón heridas grandes, es posible que las penas se reactiven por estos días, como se hacen sentir los huesos en días de humedad.
Pero aún sin que medien duelos personales, la tristeza nunca está del todo lejos de quien está prestando atención. La lenta agonía del planeta, y nuestra indolencia para frenarla. La verdad esencial de que cada vínculo, cada logro, cada nuevo comienzo, trae en su seno la semilla de su declinación. En tiempos de luz, es fácil olvidarlo. “Perdemos tanta energía tratando de encubrir lo que somos, cuando detrás de cada actitud está el deseo de ser amados, detrás de cada enojo hay una herida que busca ser sanada, y debajo de cada tristeza está el temor de que no alcance el tiempo”, dice el autor y poeta Mark Nepo.
El otoño no nos llama a regodearnos en la pena, sino a escuchar la invitación de la tristeza: soltar, para rejuvenecernos. ¿Soltar qué? Lo que nos sobra, lo que nos queda chico, lo que ya no vive, lo que nos pesa. Podemos hacerlo sin miedo, a sabiendas de que lo que realmente importa vivirá de todos modos, por mucho que lo soltemos. “El verdadero adulto humano entrega todo por aquello que no puede perderse”, declara otra poeta, Jennifer Welwood. Paradójicamente, el acto de soltar, de dejar de resistirnos a lo inevitable, nos da fuerza para librar las batallas que sí valen la pena: paliar los sufrimientos evitables, combatir los atropellos, cuidar de nuestro prodigioso hogar, y todos sus integrantes.
¿Qué hacer, entonces, con el frío que llega? Sacar las lanas del placard, poner a calentar la pava, abrigarnos con palabras sinceras. Respirar hondo, aflojarnos la ropa, hacer silencio. Y ver qué podemos entregar a la tierra hoy, junto con las hojas secas. Quizás sea la inercia, la inacción, las ganas de mirar para otro lado. Quizás sea un cúmulo de penas reprimidas. Quizás la misma tristeza que riega la tierra, la ayude a renacer.

Fabiana Fondevila