Las lecciones de lo imposible

A media tarde, camino a buscar unas hojas de diente de león para la cena (y raíces para el café de la mañana), nos topamos con un escenario extraño. Un zorzal adulto ataca –brutalmente, diría, si eso no fuera un calificativo del todo humano- a otro ser, que, de lejos, no llegamos a distinguir. La escena impacta y repele, y el primer instinto es cruzar la calle y dejar que la naturaleza dirima el entuerto. Por fortuna, voy acompañada de mi hija Marina y su novio, Jerónimo, y él se anima a acercarse. El zorzal adulto se aleja (no mucho), y lo que queda, agonizando en el suelo, es un pichón. Inerte y desvalido, la cabeza magullada y sangrante, apenas respira.

Nos golpea el desconcierto: ¿cómo puede estar ocurriendo esto? ¿En qué cabeza entra? Todo lo que uno ha aprendido acerca del instinto paterno o materno, todos los preconceptos más confiables y queridos, zumban y hacen ruido en el espacio entre los tres, pidiendo razones. Aun así, la decisión es rápida: no parece haber muchas chances de salvarlo, pero a ninguno se le cruza la posibilidad de dejarlo. Lo traemos a casa, donde intentaremos, está claro, lo imposible.

Fabricamos una incubadora casera en una caja de zapatos, con una almohadita de hierbas que calentamos a cada rato. No acepta sólidos, apenas agua de un gotero, y a Jerónimo se le ocurre la gran idea de hacer agua de alpiste. Con eso lo alimentamos de ahí en más, en rituales periódicos de conexión y esperanza. Así transcurre la tarde.

Cae la noche. Nos preocupa cómo haremos la alimentada nocturna, y vamos pensando en turnos. Pero la vida dispone otra cosa. Después de cenar lo encontramos caído, en pose agonizante. Revive un instante con el contacto, suficiente para intentar una última alimentada, una última transfusión de energía, un último aliento, pero en minutos muere.

La tristeza desciende sobre el cuarto como un pesado tapiz. En silencio lo sostenemos, en silencio nos despedimos.

Esta mañana lo enterramos en el jardín, y le ofrendamos a su corta vida tres flores de lantana. Casi sin mediar tiempo ni espacio, caminamos unos metros hasta el comedero, y trozamos unas galletas de agua para ofrecer a sus coterráneos, los que siguen hambrientos y en busca de comida. La vida que sigue a la muerte. La vida que sigue a la vida.

El desconcierto del primer encuentro revolotea por un rato sobre nuestras cabezas. ¿Estaría enfermo? ¿Habría estado el progenitor practicando, con los medios a su alcance, una suerte de eutanasia? ¿Habría desafiado el pichón alguna ley desconocida del mundo natural, y estaría pagando con su vida?

Sobran los datos: que apenas el 40 por ciento de las crías de zorzal sobreviven el primer año. Que en todas las especies hay casos de infanticidio, sobre todo cuando escasea el alimento o hay indicios de que la cría no podrá valerse por sí sola. Pero, está claro, no hay página virtual ni libro de ornitología que pueda saciar nuestra necesidad de comprender.

¿Hicimos bien en rescatarlo, de rodearlo de cuidados bienintencionados pero a la larga inútiles? ¿Llegó a percibir nuestra conmoción, nuestro enorme deseo de ayudarlo? ¿Prolongamos su agonía?

No lo sabremos.

Al fin, gana la cordura: las preguntas se acallan ante otra fuerza más tangible, más sólida y anciana: el amor que despertó ese pichón, por el tiempo que estuvo, en nuestros corazones. Allí, donde no entran las dudas, sólo queda el regalo. Y el silencio que lo acompañará por siempre.

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